De El Arte de la Memoria de Lluïsa Vert
Giulio Camillo (1480- 1544), fue
uno de los hombres más conocidos del s. XVI. Literato, filósofo, maestro de
retórica y conocedor de la cábala y la alquimia, concibió un teatro basado en
el Arte de la memoria cuya fama se extendió por toda Europa. Cesare Vasoli en
su artículo sobre el hermetismo en Venecia proporciona unos datos muy
interesantes sobre este personaje y sus obras que confirman la visión que vamos
a dar de su Teatro del Mundo, pues su conocimiento de la cábala, el hermetismo
y la alquimia de Camillo ya no admiten dudas.
En Venecia construyó un modelo de
su teatro a escala reducida, visto por muy pocos, pues lo único que ha llegado
hasta nuestros días son unos apuntes que Camillo dictó a su discípulo Girolano
Musio poco antes de morir. Otro de sus discípulos, Jacopo Brocardo, llamado el
“profeta” en los ambientes alemanes de la época, estuvo, según Vasoli, en el
origen del mito rosacruciano.
Volviendo a Camillo, sus apuntes se
publicaron en 1550 bajo el título de La idea del teatro, y están
dedicados a don Diego Hurtado de Mendoza. Si bien este texto es de los más
conocidos de este autor no fue el único, escribió también una obra breve
llamada De transmutatione en la que afirma que son tres las “artes transmutativas”:
la elocuencia, la alquimia y la deificación, que aluden a tres aspectos de la
realidad: las palabras, las cosas naturales y la interioridad del hombre. Y
otras dos obras, creemos que fundamentales, al final de su vida, la primera
titulada: Sermone della cena di Nostro Signore Giesu Cristo y la
segunda: De l’humana deificatione, en las que domina la inspiración
hermética, cabalística y como puede intuirse por el último título, la
alquímica.
En efecto, Camillo era un firme
seguidor de las enseñanzas herméticas sobre la divinidad de la mens del
hombre, extraídas del Corpus Hermeticum y con Hermes creía que no
se debía “hablar públicamente de las cosas de Dios, sino con enigmas” (La
idea del teatro, p. 47), por eso él mismo se “sirvió de las imágenes como
señales de lo que no debe ser profanado” (La idea del teatro, p. 48) con
el fin de que mediante las cosas visibles el hombre pudiera despertar el
recuerdo de las invisibles, así su teatro representaba el Universo,
expandiéndose a través de los distintos estadios de la creación.
Esta idea se confirma por una carta
dirigida a Erasmo de Roterdam, escrita por el humanista Vigilius y citada por
Yates, en ella detalla el objetivo del teatro de Giulio Camillo del siguiente
modo:
“Pretende que todas las cosas que
la mente humana puede concebir y que no podemos ver con los ojos corporales,
una vez que se las ha congregado con diligente meditación, se las puede
expresar con determinados signos corporales, de tal suerte que el espectador
puede al instante percibir con sus ojos todo lo que de otro modo quedaría
oculto en las profundidades de la mente humana”.(El arte de la memoria,
p. 159).
Lo que permanece “oculto y olvidado
en las profundidades de la mente humana”, es el recuerdo de su origen celeste,
el drama de la caída y la posibilidad de la regeneración mediante la ayuda de
la gracia divina y eso es precisamente lo que Camillo quería manifestar en su
obra pues como él mismo escribe:
“Nosotros, a quienes Dios ha dado la luz de
su gracia, no nos podemos conformar con quedarnos en los cielos sino que con el
pensamiento tenemos que elevarnos a aquella altura de donde nuestras almas han
bajado, y a donde deben regresar, puesto que este es el verdadero camino del
conocimiento y la comprensión” (La idea del teatro, p. 56)
El teatro se levantaba sobre siete
gradas o peldaños, que constituían las siete dimensiones de la creación de lo
celeste y de lo inferior, a estas dimensiones Camillo les da el nombre de
sefirot en el mundo supra celeste. Las gradas estaban divididas por siete
pasarelas que representaban a los siete planetas. En cada una de las pasarelas
se hallaban siete puertas decoradas con temas mitológicos y mágicos; estas
puertas eran los lugares de la memoria repletos de imágenes. Según Camillo el
siete era el número perfecto “teniendo en cuenta que contiene ambos sexos, ya
que está compuesto por un número par y otro impar” (La idea del teatro,
p. 50).
El lugar del espectador estaba
donde se hubiese tenido que situar el escenario, mirando hacia el auditorio y
contemplando las imágenes que se hallaban en las siete veces siete puertas de
las siete gradas ascendentes; ante él se encontraban, como en un espectáculo,
las siete medidas del universo y sus emanaciones hasta alcanzar lo más
concreto: el mundo supraceleste representado como hemos dicho por las sefirot,
el celeste, por los planetas y sus mitos hasta llegar al séptimo grado dedicado
a todas las artes hechas por el hombre.
La idea de su teatro descansaba
básicamente en el número siete, que según los platónicos representaba el Alma
del Mundo, sin embargo, este Alma, este oro espiritual y volátil, necesita ser
fijado en un lugar, tal y como escribe Emmanuel d’Hooghvorst: “Hacer descender
la magia de los mundos y fijarla en su lugar es también la obra de la cábala
química” (El hilo de Penélope, p. 27); y eso es precisamente lo que
creemos que Camillo quería enseñar. Simbólicamente, la unión del fijo y el
volátil se representa por la construcción del templo. Camillo lo explica así:
“Salomón, en el noveno capítulo de
los Proverbios, dice que la sabiduría se ha edificado una casa y que al ha
asentado sobre siete columnas. Debemos inferir que estas columnas, que
simbolizan la inalterable eternidad, son las siete sefirot del mundo supra
celestial, que constituyen las siete dimensiones de lo celeste y lo inferior,
en las cuales están contenidas las ideas de todas las cosas que pertenece a lo
celeste y a lo inferior” (La idea del teatro, pp. 49-50).
Al relacionar su obra con el Árbol
sefirótico, tema central de la sabiduría cabalista, Camillo se refería
implícitamente al misterio de la creación del hombre regenerado. El Alma del
Mundo, siempre en continuo movimiento, encuentra su Lugar en el hombre; por
ello, Camillo situaba al espectador en el punto central de su teatro. Sin
embargo, Giulio Camillo distingue entre el Alma del Mundo platónica y el
espíritu que ella contiene, a éste último lo denomina “el espíritu de Cristo”,
y dice de él que es aquel que “descendiendo de los canales supracelestes,
renueva con su poder todos los cielos y traslada a los lugares inferiores la
impronta y toda la influencia de éstos y con esta impronta e influencia se
detiene aquí abajo entre los seres vivos… esta es seguramente aquella ciudad
que Juan vio en el sagrado Apocalipsis, que descendía llena de júbilo” (La
idea del teatro, p. 129) La ciudad santa de Jerusalén es precisamente el
cielo en la tierra, es decir la imagen por excelencia de la regeneración.
Hemos dicho que en su teatro,
Giulio Camillo trataba de representar el mundo celeste. Sin embargo, lo que en
el teatro se mostraba no era un cielo sin límites, en perpetuo movimiento y
errando sin final, sino un cielo ordenado, medido y fijado en su lugar, como él
mismo escribe a continuación: “Así pues nos hemos esforzado enormemente por hallar,
para estas siete dimensiones, un orden adecuado preciso y diferenciado que
mantenga siempre los sentidos despiertos y la memoria estimulada” (La idea
del teatro, p. 52)
Mediante las imágenes representadas
en su teatro, pretendía despertar en el pensamiento del espectador el recuerdo
de su origen celeste y sobre todo, el de la posibilidad de su regeneración. El
pensamiento, según Camillo, está falto del don del intelecto que procede de
Dios para volverse semejante a Él, (La idea del teatro, pp. 151 y ss.)
sin embargo, puede recobrar su completa naturaleza divina por medio de
la experiencia religiosa hermética. Es decir, a partir del recuerdo y del
conocimiento de su origen, el hombre recobra el deseo de volver a él y ello es
el principio ineludible para obtener la regeneración, pues no puede tenerse lo
que no se desea y no se puede desear lo que no se conoce. Saber que lo
necesario es algo “algo externo” al ser humano es el primer paso para obtener
“el favor de Dios” que “nos es indispensable para conseguir el don de este
intelecto” (La idea del teatro, p. 154)
Giulio Camillo como otros de sus
contemporáneos, convirtió el arte clásico de la memoria en un arte hermético o
mágico. En efecto, las prácticas mágicas del Renacimiento, ya se tratase de
encantamientos poéticos o musicales, ya del uso de imágenes magnificadas, como
en este caso, se dirigían a influir en el pensamiento del ser humano a fin de
hacerle recordar su origen, incitando este recuerdo hasta convertirlo en un
imán capaz de atraer las influencias celestiales. Según la doctrina de
Jámblico, que Camillo conocía perfectamente, el alma está compuesta de ritmo y
armonía y cada vez que percibe algo que conserva la traza de la armonía divina,
este algo le hace recordar su origen y la lleva hacia él.
En ello reside la magia, cuyo
objeto como explicaba Pico della Mirandola, sería casar lo más alto con lo más
bajo, es decir: la unión del cielo y la tierra. La memoria, al despertarse,
excita el deseo que provoca la unión con la parte celeste. Conviene mencionar
que en hebreo los conceptos ‘recuerdo’ (zejer) y ‘macho’ (zajar) se
expresan con la misma palabra, aunque su vocalización sea distinta, así pues,
el recuerdo dormido en el interior de cada uno sería precisamente la parte
adámica que persiste después de la caída y que tiene que unirse con su ayuda
celeste, o intelecto, para alcanzar la regeneración.
Isis, lo femenino, el volátil, el cielo,
busca un lugar donde fijarse, el locus. Se ha dicho que los amantes de
este Arte pretendían crear loci en la memoria, creemos que en realidad
buscaban la creación del lugar, el lugar de la unión del cielo y la
tierra.
BIBLIOGRAFÍA
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Lina Bolzoni, Siruela, Madrid, 2006.
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Yates, Francis, El arte de la memoria, Siruela,
Madrid, 2005.
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