martes, 4 de mayo de 2010

El Teatro de Giulio Camillo

De El Arte de la Memoria de Lluïsa Vert
Giulio Camillo (1480- 1544), fue uno de los hombres más conocidos del s. XVI. Literato, filósofo, maestro de retórica y conocedor de la cábala y la alquimia, concibió un teatro basado en el Arte de la memoria cuya fama se extendió por toda Europa. Cesare Vasoli en su artículo sobre el hermetismo en Venecia proporciona unos datos muy interesantes sobre este personaje y sus obras que confirman la visión que vamos a dar de su Teatro del Mundo, pues su conocimiento de la cábala, el hermetismo y la alquimia de Camillo ya no admiten dudas.
En Venecia construyó un modelo de su teatro a escala reducida, visto por muy pocos, pues lo único que ha llegado hasta nuestros días son unos apuntes que Camillo dictó a su discípulo Girolano Musio poco antes de morir. Otro de sus discípulos, Jacopo Brocardo, llamado el “profeta” en los ambientes alemanes de la época, estuvo, según Vasoli, en el origen del mito rosacruciano.
Volviendo a Camillo, sus apuntes se publicaron en 1550 bajo el título de La idea del teatro, y están dedicados a don Diego Hurtado de Mendoza. Si bien este texto es de los más conocidos de este autor no fue el único, escribió también una obra breve llamada De transmutatione en la que afirma que son tres las “artes transmutativas”: la elocuencia, la alquimia y la deificación, que aluden a tres aspectos de la realidad: las palabras, las cosas naturales y la interioridad del hombre. Y otras dos obras, creemos que fundamentales, al final de su vida, la primera titulada: Sermone della cena di Nostro Signore Giesu Cristo y la segunda: De l’humana deificatione, en las que domina la inspiración hermética, cabalística y como puede intuirse por el último título, la alquímica.
En efecto, Camillo era un firme seguidor de las enseñanzas herméticas sobre la divinidad de la mens del hombre, extraídas del Corpus Hermeticum y con Hermes creía que no se debía “hablar públicamente de las cosas de Dios, sino con enigmas” (La idea del teatro, p. 47), por eso él mismo se “sirvió de las imágenes como señales de lo que no debe ser profanado” (La idea del teatro, p. 48) con el fin de que mediante las cosas visibles el hombre pudiera despertar el recuerdo de las invisibles, así su teatro represen­taba el Universo, expandiéndose a través de los distintos estadios de la creación.
Esta idea se confirma por una carta dirigida a Erasmo de Roterdam, escrita por el humanista Vigilius y citada por Yates, en ella detalla el objetivo del teatro de Giulio Camillo del siguiente modo:
“Pretende que todas las cosas que la mente humana puede concebir y que no podemos ver con los ojos corporales, una vez que se las ha congregado con diligente meditación, se las puede expresar con determinados sig­nos corporales, de tal suerte que el espectador puede al instante percibir con sus ojos todo lo que de otro modo quedaría oculto en las profundidades de la mente humana”.(El arte de la memoria, p. 159).
Lo que permanece “oculto y olvidado en las profundidades de la mente humana”, es el recuerdo de su origen celeste, el drama de la caída y la posibilidad de la regeneración mediante la ayuda de la gracia divina y eso es precisamente lo que Camillo quería manifestar en su obra pues como él mismo escribe:
“Nosotros, a quienes Dios ha dado la luz de su gracia, no nos podemos conformar con quedarnos en los cielos sino que con el pensamiento tenemos que elevarnos a aquella altura de donde nuestras almas han bajado, y a donde deben regresar, puesto que este es el verdadero camino del conocimiento y la comprensión” (La idea del teatro, p. 56)





El teatro se levantaba sobre siete gradas o peldaños, que constituían las siete dimensiones de la creación de lo celeste y de lo inferior, a estas dimensiones Camillo les da el nombre de sefirot en el mundo supra celeste. Las gradas estaban divididas por siete pasarelas que representaban a los siete planetas. En cada una de las pasarelas se hallaban siete puertas decoradas con temas mitológicos y mágicos; estas puertas eran los lugares de la memoria repletos de imágenes. Según Camillo el siete era el número perfecto “teniendo en cuenta que contiene ambos sexos, ya que está compuesto por un número par y otro impar” (La idea del teatro, p. 50).
El lugar del espectador estaba donde se hubiese tenido que situar el escenario, mirando hacia el auditorio y contemplando las imágenes que se hallaban en las siete veces siete puertas de las siete gradas ascendentes; ante él se encontraban, como en un espectáculo, las siete medidas del universo y sus emanaciones hasta alcanzar lo más concreto: el mundo supraceleste representado como hemos dicho por las sefirot, el celeste, por los planetas y sus mitos hasta llegar al séptimo grado dedicado a todas las artes hechas por el hombre.
La idea de su teatro descansaba básicamente en el número siete, que según los platónicos representaba el Alma del Mundo, sin embargo, este Alma, este oro espiritual y volátil, necesita ser fijado en un lugar, tal y como escribe Emmanuel d’Hooghvorst: “Hacer descender la magia de los mundos y fijarla en su lugar es también la obra de la cábala química” (El hilo de Penélope, p. 27); y eso es precisamente lo que creemos que Camillo quería enseñar. Simbólicamente, la unión del fijo y el volátil se representa por la construcción del templo. Camillo lo explica así:
“Salomón, en el noveno capítulo de los Proverbios, dice que la sabiduría se ha edificado una casa y que al ha asentado sobre siete columnas. Debemos inferir que estas columnas, que simbolizan la inalterable eternidad, son las siete sefirot del mundo supra celestial, que constituyen las siete dimensiones de lo celeste y lo inferior, en las cuales están contenidas las ideas de todas las cosas que pertenece a lo celeste y a lo inferior” (La idea del teatro, pp. 49-50).
Al relacionar su obra con el Árbol sefirótico, tema central de la sabiduría cabalista, Camillo se refería implícitamente al miste­rio de la creación del hombre regenerado. El Alma del Mundo, siempre en continuo movimiento, encuentra su Lugar en el hombre; por ello, Camillo situaba al espectador en el punto central de su teatro. Sin embargo, Giulio Camillo distingue entre el Alma del Mundo platónica y el espíritu que ella contiene, a éste último lo denomina “el espíritu de Cristo”, y dice de él que es aquel que “descendiendo de los canales supracelestes, renueva con su poder todos los cielos y traslada a los lugares inferiores la impronta y toda la influencia de éstos y con esta impronta e influencia se detiene aquí abajo entre los seres vivos… esta es seguramente aquella ciudad que Juan vio en el sagrado Apocalipsis, que descendía llena de júbilo” (La idea del teatro, p. 129) La ciudad santa de Jerusalén es precisamente el cielo en la tierra, es decir la imagen por excelencia de la regeneración.
Hemos dicho que en su teatro, Giulio Camillo trataba de representar el mundo celeste. Sin embargo, lo que en el teatro se mostraba no era un cielo sin límites, en perpetuo movimiento y errando sin final, sino un cielo ordenado, medido y fijado en su lugar, como él mismo escribe a continuación: “Así pues nos hemos esforzado enormemente por hallar, para estas siete dimensiones, un orden adecuado preciso y diferenciado que mantenga siempre los sentidos despiertos y la memoria estimulada” (La idea del teatro, p. 52)
Mediante las imágenes representadas en su teatro, pretendía despertar en el pensamiento del espectador el recuerdo de su origen celeste y sobre todo, el de la posibilidad de su regeneración. El pensamiento, según Camillo, está falto del don del intelecto que procede de Dios para volverse semejante a Él, (La idea del teatro, pp. 151 y ss.) sin embargo, puede recobrar su completa naturaleza divina por medio de la experiencia religiosa hermética. Es decir, a partir del recuerdo y del conocimiento de su origen, el hombre recobra el deseo de volver a él y ello es el principio ineludible para obtener la regeneración, pues no puede tenerse lo que no se desea y no se puede desear lo que no se conoce. Saber que lo necesario es algo “algo externo” al ser humano es el primer paso para obtener “el favor de Dios” que “nos es indispensable para conseguir el don de este intelecto” (La idea del teatro, p. 154)
Giulio Camillo como otros de sus contemporáneos, convirtió el arte clásico de la memoria en un arte hermético o mágico. En efecto, las prácticas mágicas del Renacimiento, ya se tratase de encantamientos poéticos o musi­cales, ya del uso de imágenes magnificadas, como en este caso, se dirigían a influir en el pensamiento del ser humano a fin de hacerle recordar su origen, incitando este recuerdo hasta convertirlo en un imán capaz de atraer las influencias celestiales. Según la doctrina de Jámblico, que Camillo conocía perfecta­mente, el alma está compuesta de ritmo y armonía y cada vez que percibe algo que conserva la traza de la armonía divina, este algo le hace recordar su origen y la lleva hacia él.
En ello reside la magia, cuyo objeto como explicaba Pico della Mirandola, sería casar lo más alto con lo más bajo, es decir: la unión del cielo y la tierra. La memoria, al despertarse, excita el deseo que provoca la unión con la parte celeste. Conviene mencionar que en hebreo los conceptos ‘recuerdo’ (zejer) y ‘macho’ (zajar) se expresan con la misma pala­bra, aunque su vocalización sea distinta, así pues, el recuerdo dormido en el interior de cada uno sería precisamente la parte adámica que persiste después de la caída y que tiene que unirse con su ayuda celeste, o intelecto, para alcanzar la regeneración.

Isis, lo femenino, el volátil, el cielo, busca un lugar donde fijarse, el locus. Se ha dicho que los amantes de este Arte preten­dían crear loci en la memoria, creemos que en realidad buscaban la creación del lugar, el lugar de la unión del cielo y la tierra.


BIBLIOGRAFÍA
  Camillo, Giulio, La idea del teatro, edición de Lina Bolzoni, Siruela, Madrid, 2006.
  Cattiaux, Louis, El Mensaje Reencontrado, Herder, Barcelona, 2011.
  Ficino, Marsilio, De amore, Tecnos, Madrid, 1994.
  Foix, François de, Le Pimandre de Mercure Trismegiste, Burdeos, Millanges, 1579.
  Giorgio, Franciscus, L’Harmonie du monde, trad. G. Le Fèbre de la Boderie, París, J. Macé, 1578. Ed. facs.: Neuolly-Siena, Arma Artís, 1978.
  Hooghvorst, Emmanuel d’, El hilo de Penélope I, Arola, Tarragona, 1999.
  Reuchlin, Johannes, La Kabbale (De Arte Cabalística), ed. F. Secret, Aubier Montaigne, París, 1973.
  Ruon, H. Oeuvres de Synesius, Hachette, París, 1878.
  Sefer haZohar, ed. Yehuda Ashlag, Jerusalén, 1945-1958.
  Vasoli, Cesare, “L’ermetismo a Venezia. Da Francesco Giorgio Veneto ad Agostino Steuco” in Magia, Alchimia, Scienza dal ‘400 al ‘700. L’influsso di Ermete Trismegisto. (A cura di Carlos Gilly y Cis Van Heertum), Florencia, Centro Di, 2002, vol. I.

Yates, Francis, El arte de la memoria, Siruela, Madrid, 2005.

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