Desde
1914, cuando como voluntario realicé mi modesta contribución a la guerra
mundial impuesta al Reich, han pasado ya más de 30 años. En estas tres décadas,
sólo el amor que siento hacia mi pueblo y la lealtad que me inspira han guiado
mi persona y mis pensamientos m, mis actos y mi vida. Me ha dado la fuerza
necesaria para tomar las decisiones más graves jamás impuestas a un mortal. He
agotado todo mi tiempo, mis energías y mi salud en estas tres décadas. No es
cierto que yo o cualquier otra persona en Alemania deseáramos la guerra en
1939. Ésta sólo la deseaban y la instigaron aquellos estadistas internacionales
que eran de origen judío o bien trabajaban para los intereses judíos. Yo he
realizado numerosas propuestas de limitación y control de armamentos que la
posteridad no podrá negar eternamente para que la responsabilidad de haber
iniciado la guerra recaiga sobre mí. Además, nunca he deseado que, después de
la primera y trágica guerra mundial, hubiera una segunda contra Inglaterra, por
no decir Norteamérica. Los siglos pasarán, pero de las ruinas de nuestras
ciudades y nuestros monumentos artísticos, el odio volverá a crecer de nuevo
hacia las personas en última instancia responsables, hacia aquellos a quienes
tenemos que agradecer todo esto: el pueblo judío internacional y aquellos que
lo ayudan.
Tan
sólo tres días antes del estallido de la guerra germano-polaca, le sugerí el
embajador británico en Berlín una solución para el problema alemán similar a la
adoptada para el distrito de Saar, bajo control internacional. Tampoco esa
oferta se puede negar. Su rechazo se debió únicamente a que las personas que
tienen una influencia decisiva en la política británica deseaban la guerra, en
parte porque esperaban ventajas comerciales, en parte por la influencia de la
propaganda organizada por los judíos internacionales. También dejé claro que
si, volvía a contemplarse nuevamente a los pueblos de Europa como meros
accionistas de los conspiradores internacionales del dinero y las finanzas,
entonces las personas verdaderamente culpables de esta guerra asesina tendrían
que responder por ello: los judíos. Tampoco dejé ninguna duda de que esta vez
no debía suceder que millones de hijos de las naciones europea y aria murieran
de hambre, que millones de hombres adultos fallecieran y cientos de miles de
mujeres y niños fueran abrasados y bombardeados hasta la muerte en las
ciudades, sin que los verdaderos responsables pagaran por su culpa, aunque
fuera de una forma más humana.
Después
de seis años de “lucha” que, a pesar de todos los reveses, pasarán a la
historia como una de las manifestaciones más gloriosas y valientes del deseo de
supervivencia de una nación, no puedo abandonar la ciudad que es la capital de
mi país. Dado que nuestras fuerzas son demasiado pequeñas para seguir
oponiéndose al ataque enemigo en esete lugar y dado que el valor de la
resistencia personal está viéndose reducido y tergiversado por la actuación de
personas sin principios, deseo que, al permanecer en esta ciudad, mi destino se
sume al que millones de otras personas han asumido también el suyo.
Además,
no quiero caer en manos de unos enemigos que, para entretenimiento de las masas
alimentadas por la propaganda del odio, esperan un nuevo espectáculo organizado
por los judíos. Por lo tanto, he decidido permanecer en Berlín, y en este
lugar, escoger la muerte voluntaria en el momento en que crea que la sede de la
oficina del Führer y a la vez Canciller no pueda seguir siendo defendida. Muero
con el corazón lleno de alegría consciente de las inconmensurables acciones y
gestas de nuestros soldados en el frente, de nuestras mujeres en casa, de los
logros de nuestros campesinos y obreros y de la contribución, única en la
historia, de las juventudes que llevan mi nombre.
No hace
falta decir el agradecimiento que, en el fondo de mi corazón, siento hacia
todos ellos, y que es mi deseo que, a pesar de todo, no abandonen la lucha bajo
ninguna circunstancia, sino que sigan batallando contra los enemigos de la Patria
allí donde estén, fieles a los principios del gran Clausewitz. Del sacrificio
de nuestros soldados y de mi propia camaradería con ellos hasta la muerte, de
una u otra forma, un día crecerán en la historia de Alemania las semillas de un
glorioso renacimiento del movimiento nacionalsocialista y, por lo tanto, de la
realización de una verdadera comunidad nacional.
Muchos
hombres y mujeres de gran valor han decidido que su vida dependa de la mía
hasta el final. Les he pedido y, finalmente, ordenado que no lo hagan, y que
sigan adelante con la lucha de la nación. Pido a los comandantes de los
ejércitos, de la armada y de las fuerzas aéreas que refuercen de todas las
formas posibles el espíritu de resistencia de nuestros soldados en el espíritu
del nacionalsocialismo, poniendo especial énfasis en el hecho de que yo mismo,
como fundador del movimiento, también he preferido la muerte a una cobarde
huída o, peor aún, una capitulación.
Que un
día pase formar parte del código de honor del oficial alemán, como yo lo forma
del de nuestra armada, el principio por el cual la rendición de un distrito o
ouna población resulte impensable y por el que, por encima de todas las cosas,
los líderes deban dar brillante ejemplo de devoción a su tarea hasta la muerte.
Antes
de morir, expulso al antiguo mariscal del Reich Hermann Goering del partido y
lo privo de todos los derechos de que pueda gozar en virtud del decreto de 29
de junio de 1941, y también en virtud de mi proclama en el Reichstag el 1 de
septiembre de 1939. Nombro en su lugar al gran almirante Doenitz presidente del
Reich y comandante supremo de las fuerzas armadas.
Antes
de morir, expulso al anterior jefe de las SS del Reich y ministro del Interior,
Heinrich Himmler, del partido y de todos su cargos estatales. En su lugar
nombro al Gauleiter Karl Hanke como jefe de las SS y de la Policía alemana, y
al Gauleiter Paul Giesler ministro del Interior del Reich.
Goering
y Himmler han causado un daño inconmensurable al país y a toda la nación, al
negociar en secreto con el enemigo sin mi conocimiento y contra mi voluntad, y
al intentar hacerse ilegalmente con el poder del Estado, por no hablar del acto
de deslealtad hacia mi persona. Para dar al pueblo alemán un gobierno compuesto
de hombres honorables, un gobierno que cumpla su cometido de continuar la
guerra con todos los medios disponibles, nombro como líderes de la nación a los
siguientes miembros del nuevo gabinete:
Presidente
del Reich: Doenitz
Canciller
del Reich: Doctor Goebbels
Ministro
del Partido: Bormann
Ministro
de Asuntos Exteriores: Seyss-Inquart
Ministro
del Interior: Gauleiter Giesler
Ministro
de la Guerra: Doenitz
Comandante
en jefe del Ejército: Schoerner
Comandante
en jefe de las Fuerzas Aéreas: Greim
Jefe de
las SS y de la Policía Alemana: Gauleiter Hanke
Economía:
Funk
Agricultura:
Backe
Justicia:
Thierack
Educación
y Culto Público: Doctor Scheel
Propaganda:
Doctor Naumann
Finanzas:
Scwerin-Crossigk
Trabajo:
Doctor Hupfauer
Municiones:
Saur
Líder
del Frente de los Trabajadores Alemanes y miembro de Gabinete del Reich:
ministro del Reich Doctor Ley.
Aunque
alguno de estos hombres, como Martin Bormann o el Doctor Goebbels, etc., junto
con sus esposas, se han sumado a mi iniciativa por voluntad propia y no quieren
abandonar la capital del Reich bajo ningún concepto, sino que están dispuestos
a perecer aquí conmigo, debo pedirles, sin embargo, que obedezcan mis
exigencias y que, en el caso presente, antepongan los intereses de la nación a
sus propios sentimientos. Con sus obras y su lealtad seguirán estando cerca de
mí después de mi muerte como camaradas, igual que espero que mi espíritu siga
entre ellos y siempre los acompañaré. Que sean duros, pero no injustos; sobre
todo, que no permitan nunca que el miedo se convierta en consejero de sus actos
y que estimen el honor de la nación por encima de todo lo demás en el mundo.
Por último, que sean conscientes del hecho de que nuestra tarea de edificación
de un estado nacionalsocialista es obra de los siglos venideros y que ello
impone a todas las personas la obligación de servir siempre al interés común y
subordinar a él su propia ventaja. A todos los alemanes, todos los
nacionalsocialistas, hombres, mujeres, a todos los soldados de las fuerzas
armadas, les pido que sean fieles y obedientes hasta la muerte al nuevo
gobierno y a su presidente.
Sobre
todo, encargo a los líderes de la nación y a las personas a su mando que
observen escrupulosamente las leyes raciales y que se opongan sin piedad al
envenenador universal de todos los pueblos: los judíos internacionales.
Berlín, 29 de abril de 1945 4 h 00 minutos Adolf Hitler
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