Por Hyranio Garbho
La palabra latina Religio, de la que deriva nuestra voz castellana Religión, en su significación lata y originaria, tiene muy poco que ver, o casi nada, con las ideas que nosotros asociamos hoy al término. Para ello, baste con estos dos ejemplos que pueden muy bien ilustrar este asunto. El primero está referido a la significación de la palabra Religio en el ámbito de la romanidad, esto es, a su étymos. El segundo, a la impresión que sobre el cristianismo tuvieron los primeros romanos que conocieron de este movimiento. Vayamos, pues, al primero de estos ejemplos.
a. Significación de la palabra Religio: Existen, al respecto, tres opiniones diversas sobre el étymos de la palabra Religio: la que une la voz Religio con el étymos religere, la que lo vincula con el étymos relegere; y la que lo asocia, finalmente, con el étymos religare. De estas tres, sólo las dos primeras nos merecen confianza y legitimidad, por estar asociadas al ámbito propiamente tal de la romanidad; la tercera, en cambio, nos merece muchas dudas, pues no sólo es tardía en el tiempo, sino que, además, parece ser una invención que se inicia con el cristianismo y que busca justificar la expresión Religio en la serie de ideas que se asociarán posteriormente a esta palabra. Ya hablaremos de esto al final de esta reflexión. Religere y relegere son, a nuestro entender, los étymos legítimos de la palabra Religio. Ya explicaremos, también, cómo creemos que pueda ser posible que una palabra tenga dos étymos distintos en su significación original. Religere significa propiamente tal escrúpulo. Hace referencia, por tanto, a una disposición interior “y no a una propiedad objetiva de ciertas cosas o un conjunto de creencia y prácticas” “En la época clásica –dice Maurice Sachot- la religio Romana designa ante todo una actitud, hecha de escrupuloso respeto hacia lo instituido… Por ello se convierte en lo que fortalece a las instituciones y garantiza su duración, por medio de ese vínculo, por ese apego del ciudadano a respetar las instituciones de la ciudad” Esta cuestión nos pone sobre la pista de algo que hasta ahora se ignora casi en su totalidad –salvo, por cierto, entre círculos de historiadores, filósofos o especialistas-: el vínculo entre la Religio y las instituciones de la ciudad, o aquello que propiamente tal hace de un romano, en el mundo antiguo, ser romano. La Religio, en su acepción etimológica, hace referencia a la idea de escrúpulo. Pero no de cualquier escrúpulo, sino, ante todo, del que cabe tener frente a lo que ha sido instituido en la ciudad, y, por tanto, engloba un sagrado respeto general hacia la urbe y todo lo que ella representa. Esta idea de Religio denota ya un carácter marcadamente local, no universal. Ello fue lo que llevó a Cicerón, el célebre filósofo romano, a decir sva cviqve civitati religio (cada ciudad tiene su propia religión). Tenemos así los tres aspectos esenciales que supone el concepto original de religio: el escrúpulo (en el sentido de recogerse, de guardarse, de retenerse ante algo que se considera sagrado), la ciudad, la urbe, Roma (como el objeto hacia el que se dirige el escrúpulo de lo religioso y transforma toda forma de religio romana en una actividad social dirigida hacia los asuntos públicos –los res-publicas-, legales y de Estado); y el carácter local o nacional que distingue a cada pueblo según su propia religio, esto es, según la propia relación de escrúpulo (de respeto, de amor, de cuidado) que prevalezca entre el individuo y las instituciones (tradiciones, cultos y costumbres) de su país. De estos tres sentidos originales de la palabra Religio el primero viene atestiguado, como ya lo hemos visto, por el étymos Religere; el segundo y el tercero se fundamentan en el étymos Relegere. Este segundo étymos de la palabra Religio nos es, todavía, más legitimo, toda vez que la palabra relegere es la que propiamente tal da lugar a la formación del sustantivo Religio –la voz latina Religere forma el sustantivo Relictio y la expresión Religare (famosa únicamente a causa del cristianismo) forma el sustantivo Religatio (que se aparta ostensiblemente de las dos primeras)-. Pues bien, la palabra latina relegere es un derivado del verbo legere, lego, que significa, entre otras cosas, leer, pero principalmente, su significación es la de recoger, reunir, recolectar. ¿Recolectar, recoger qué? Recoger espigas, uvas, frutos del campo y de las cosechas. He aquí que la expresión lego, en su sentido original, hacía referencia a una actividad del campo propiamente tal, a un “hacer” ligado a la tierra. En su sentido más primitivo, Religio deriva de lego, relego, relegere. Esta es la etimología que propone, al menos, Cicerón. Pero en Cicerón relegere significa también tratar un asunto con diligencia, con escrúpulo. De ahí que el sentido de lo escrupuloso quede también integrado en este étymos del relegere. Pero en su acepción más fuerte relegere está vinculado a los otros dos sentidos originales de la palabra Religio: el que dice relación con las instituciones de la ciudad y el que se vincula al carácter local de esas instituciones. Las instituciones de la ciudad no son otra cosa que todo aquello que se ha instituido a lo largo del tiempo; por lo que, cuando hablamos de esas instituciones estamos haciendo referencia a aquello que ha permanecido, que ha logrado cristalizar en costumbres y tradiciones; y que, por lo mismo, también, constituyen hoy el fundamento de lo que son nuestras leyes, nuestra cultura, nuestro patrimonio patrio. Las instituciones de la ciudad, tratándose de Roma, son sus costumbres, sus tradiciones, su derecho romano, sus dioses, su Re-pública. Ese es el sentido fuerte de la expresión Religio Romana; y es ese sentido el que nos viene dado por el propio testimonio de un filósofo romano, Marco Tulio Cicerón. La idea de que la palabra Religión deriva de la palabra Religare –cuyo sustantivo legítimo forma la palabra Religatio y no Religio- se la debemos a un filósofo cristiano del siglo IV (o sea, por lo menos, 350 años después de Cicerón y en una época en la que ya, prácticamente, Roma no existe) de nombre Lactancio. Esta etimología fue muy probablemente propuesta con el ánimo de justificar algo, que en tiempos de Cicerón, habría parecido un notable contrasentido: esto es, el hecho tan común en nuestros días de concebir al cristianismo como una religión. Por esa razón nos parece de poco valor revisar una etimología tan evidentemente arbitraria, que fuerza el sentido original de un término para hacerlo coincidir con un conjunto de creencias y prácticas originadas en otros suelos lingüísticos, en otras concepciones del mundo y de la vida.
La religio romana hace referencia, en su sentido más primitivo, a una actividad que se realiza, propiamente tal, en el campo. Religio es relegere, palabra latina que deriva de legere, de lego. Lego es recolectar, recoger las espigas, los frutos del campo, de la tierra. El campo romano es el fundamento de lo que después será la ciudad de Roma. Es en el campo donde los romanos forman su carácter, sus costumbres, sus tradiciones, y las instituciones que algún día harán grande a la urbe de Roma, a la ciudad. Es en relación con esa tierra que cultivan en los campos de Roma, que se irá forjando el sentido de la Religio Romana, las instituciones a las que posteriormente el romano deberá sagrado y escrupuloso respeto. Pero este escrúpulo, este respeto por lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma que brotan de su tierra se completa, únicamente, en el vínculo que une todo esto a la sangre romana, a la sangre de los padres fundadores de Roma, a aquellos que fundamentarán el posterior patriciado. La Religio surge cuando hay un vínculo entre la sangre y la tierra, entre la sangre y el suelo: pues el suelo patrio es el fundamento último que vuelve posible la existencia de un pueblo unido por la sangre. No hay pueblo, no hay comunidad de sangre, sin tierra, sin un suelo que habitar y la religio es el vínculo que hace patente ese matrimonio entre la sangre y el suelo.
Cuando Cicerón definía la Religio como el sagrado respeto a lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma, la escrupulosa diligencia a conservar las instituciones y la estructura del Estado, etc., lo que estaba en juego allí era la conservación de Roma, de su sangre y de su suelo. Esto merece más de una explicación. Sabido es que en la antigua Roma existían dos clases sociales muy bien diferenciadas: los patricios y los plebeyos. Y digo “sabido es” como de un modo de expresarse, simplemente, porque si se cree que se trataba de dos clases sociales (idea inculcada por el marxismo y enseñada hasta el presente como si se tratara de la verdad) se comete un error de apreciación grave y una falta de rigurosidad significativa. Clases sociales, propiamente tal, es lo que se verá aparecer en el mundo moderno con el advenimiento del capitalismo y las formas modernas de producción económica. Entre Patricios y Plebeyos las diferencias no son de carácter social (de hecho, sorprendería saber de la cantidad de plebeyos que en la Roma antigua poseían mayores riquezas que los mismos Patricios). Lo que diferencia a los Patricios de los Plebeyos viene determinado por la sangre (razón por la que incluso hasta poco después de la redacción de las doce Tablas todavía seguía prohibiéndose el establecimiento de matrimonios cruzados entre Patricios y Plebeyos). Los Patricios eran quienes portaban la sangre de los Padres fundadores de Roma, sus descendientes legítimos. Es en ese vínculo natural (no artificial) que basaban su pertenencia a un grupo humano y sus derechos sobre esa tierra que era Roma. Los Plebeyos, en cambio, eran los extranjeros. La lucha, por tanto, entre Patricios y Plebeyos, no es una lucha social entre quienes tienen privilegios económicos y quienes no (como intentó hacérnoslo creer Marx); sino, más bien, una lucha entre quienes son muy consciente de la sangre que portan (los Patricios) -y su legítimo derecho a querer conservarla- y quienes no poseen la calidad de ciudadanos precisamente porque no portan esa sangre y no son descendientes de los padres fundadores de la ciudad. La Religio romana data de esta época de los orígenes de Roma, en los que la sangre y el suelo fundamentan el ser romano, más allá de cualquier considerando artificial. Las mores romanas, las costumbres y las tradiciones de la ciudad que luego invocará Cicerón, al hablar de Religio, no son otras que las que cristalizaron en este época de los comienzos de Roma, época en la que se fundamenta su grandeza y que comenzará a debilitarse y desvirtuarse desde los tiempos de la igualdad de los derechos civiles entre Patricios y Plebeyos (siglo IV a.E.C.).
Sangre y suelo fundamentan toda forma de religión no sólo en el sentido de una cosmovisión, sino, esencialmente, en la impronta de un ser-en-el-mundo. La Religio es únicamente posible en la medida en que tiene como presupuesto la sangre y el suelo. Fuera de esta relación, fuera de este vínculo, no tiene sentido alguno hablar de religión.
b. La impresión que se llevaron los romanos de los primeros cristianos: “Religión” y “cristianismo” son dos conceptos tan estrechamente ligados en el mundo moderno, vinculados de un modo tan intransigente que a nadie medianamente sensato podría ocurrírsele disociarlos, en algún modo u otro, o plantear alguna duda respecto de su legítima relación. Y sin embargo, en los hechos y en la lógica –y por lo tanto, en el sentido común, en la cordura y en la sensatez- nada más antitético y contradictorio –incluso, nada más imposible- que vincular “cristianismo” con “Religión”. La expresión “religión cristiana” es, en los hechos, una contradictio in terminis (contradicción en los términos).
Para nosotros, hombres occidentales modernos, nacidos tras dos milenios de bastardización de occidente, asociar estas dos palabras nos resulta algo tan normal, tan obvio, tan elocuente y necesario, que la sola duda respecto de su logicidad y derecho nos hace fruncir el ceño y plantearnos más de una interrogante. Vivimos bajo la ciega convicción de que “cristianismo” y “religión” son lo mismo; y esta idea amparada en el yugo del más irreflexivo dictamen se perpetua únicamente porque entre los hombres nada hay mejor repartido que la pereza mental y la ignorancia sobre el fundamento de las cosas. La mayoría de la gente de hoy vive como si el mundo se hubiese creado hace cien años, como si no hubiera historia, ignorante y absolutamente ajeno a nociones tales como Tradición, Trascendencia. El vivir de hoy es tan transitorio y ordinario que nada provocaría más asombro a las gentes de este mundo que un auténtico sentido de la verdad religiosa y un original fundamento de las cosas.
Cuando los romanos, religiosos como eran, se toparon por primera vez con el cristianismo, vieron en él cualquier cosa, menos una religión. Esto es algo decisivo. Los romanos fueron los creadores de la “religión”, y, por lo tanto, quienes mejor preparados estaban en el mundo respecto de cuestiones religiosas. La idea de que hubo otras religiones en el mundo es falsa y sólo responde a la confusión que ha introducido en este orden de cosas el cristianismo. Sólo a alguien formado irreflexivamente en la mentalidad cristiana podría ocurrírsele hablar de religiosidad maya, china, egipcia, griega, judía, mesopotámica, por nombrar solo a algunas. Esto es una forma impropia de hablar, pues no se ajusta, en rigor, a los hechos. Sólo hubo una religión en el mundo antiguo, la religión romana. Y quizá, por analogía lógica, podría justificarse hablar de religión en otros casos, fuera del romano, como, por ejemplo, en el caso de los pueblos germanos. Pero no se puede aplicar a destajo el calificativo de religión a cualquier complejo de creencias y formas rituales (toda vez que la religión, en su sentido original y legítimo, no tiene nada que ver con creencias y sólo subsidiaria y secundariamente tiene alguna relación con las formas rituales). La verdadera religión es la Religio Romana. Ella presta e impone por derecho propio su modelo a las otras. Ese derecho propio le viene de la palabra. La palabra Religio es una palabra romana, latina. Ello define todo un campo significacional únicamente accesible a quienes han formado su inteligencia y espíritu en la lengua latina; y acaso concebible siquiera o intuida en alguna de sus formas externas, para quienes han adoptado la lengua latina como su segunda lengua.
Esto último me trae a la memoria una anécdota; una de esas que se contaban, en mis años de universidad, al modo de leyendas urbanos, mitos construidos en torno a grandes filósofos que se transmitían de profesores a estudiantes, y de estudiantes a otros estudiantes sin la voluntad de certificar mucho la fuente, de cerciorarse en algo sobre la legitimidad de la información. Recuerdo en mis primeros años de universidad se discutía mucho en torno a un pequeño libro polémico que versaba sobre la relación entre Martin Heidegger y el Nazismo. El autor era un académico chileno de la universidad libre de Berlín, el Señor Víctor Farías. En esos días recuerdo que alguien hizo circular una curiosísima anécdota sobre la relación que hubo entre Farías y Heidegger en los años que el primero habría sido alumno del segundo. La anécdota versa más o menos así: siendo Farías alumno de Heidegger se dirigió un día a él con el borrador de una traducción al castellano de Ser y Tiempo que estaba preparando. Heidegger lo habría entonces mirado inquisitivamente y casi como si le estuviera reprendiendo le habría dicho: “si usted quiere leer a Platón usted aprenda griego; si usted quiere leer a Heidegger usted aprenda alemán”. Verdad o no, ficción o realidad, lo cierto es que la “supuesta” respuesta de Heidegger ante el “supuesto” requerimiento de Farías, hace mucho sentido y es concomitante con lo que se conoce de la filosofía de Heidegger. Uno podría parafrasear esto y decir: “si uno quiere comprender lo que es Religio uno aprende latín”. Y es que las lenguas definen mucho más que meros campos comunicacionales. La lengua es expresión del espíritu de un pueblo y en cuanto tal determina y estructura el campo significacional (la Weltanschauung) de la gente que la habla. Es, junto a la sangre y a la tierra, un tercer y determinante elemento a través del cual podemos reconocer a un pueblo. Las categorías de una lengua dotan de un determinado sentido al pueblo que la habla; de tal modo que no da lo mismo hablar una lengua que hablar otra. La palabra Religio es una palabra latina, surgida en el dominio de la romanidad; hace sentido únicamente a la gente que la habla y sólo por aproximación a la gente que aprende esa lengua en una segunda instancia. El sentido verdadero de la palabra le es vedado a quien ignora la lengua de la que proviene esta palabra. La palabra “religio” define al romano como la palabra “filosofía” define al griego. Los alemanes tienen una palabra que sólo ellos entienden: “Geist”. Nosotros traducimos esa palabra por “espíritu”. Pero de “Geist” a “espíritu” hay, en verdad, un abismo semántico inmenso. Si uno piensa que traduciendo “Geist” por “espíritu”, en todos los casos, ha logrado en algo agenciarse parte de lo que se quiso realmente decir en alemán, tiene que ser en verdad alguien muy iluso. Pues la lengua está en el centro de la cosmovisión de un pueblo: vemos el mundo según la lengua que hablamos, ella estructura y dota de sentido nuestro horizonte de comprensión.
Cuando los romanos, que habían inventado la Religión, se toparon por primera vez con los cristianos, no vieron en ellos nada que semejase en algo a la religión. Los romanos, entonces, sabían mejor que nadie lo que era una religión, y jamás se les pasó por la cabeza inscribir en el registro de lo religioso a los cristianos. Cuando tuvieron por primera vez noticias de esta secta marginal hablaron inmediatamente –y casi de un modo intuitivo, pero apegados también a la tradición- de superstitio. En efecto, los primeros romanos que tuvieron conocimiento del cristianismo le calificaron como una superstitio, esto es, como una superstición, no como una religión. Y así fue por casi doscientos años. Hasta que Tertuliano, filósofo cristiano, en plena época de la decadencia de Roma, y en forma totalmente arbitraria, decidió usar para el fenómeno del cristianismo el apelativo de Religión. Pero eso no cambia en nada los hechos originales. Cuando los romanos se toparon por primera vez con los cristianos no reconocieron en ellos una Religio, sino una superstitio. Y ello, pese a toda la desnaturalización que se ha hecho del término “religión”, no deja de ser, aún hoy, una profunda y auténtica verdad. El cristianismo no es una religión, el cristianismo es una superstitio. Y no es una religión porque los dos aspectos fundamentales de toda religión posible están ausentes en el cristianismo: la sangre y el suelo. Para los romanos de los primeros siglos, por ejemplo, la idea de una religión universal habría sido inconcebible: una verdadera contradicción en los términos. Además una religión centrada en un conjunto de dogmas y creencias no habría estado muy ajena a la ridícula idea de una competencia deportiva centrada en composiciones literarias o ecuaciones algebraicas.
lunes, 28 de junio de 2010
jueves, 17 de junio de 2010
La Conspiración de Santiago
Por Hyranio Garbho
En Santiago de Chile se halló una vez, hace mucho, Élelin, la mágica ciudad que aparece y desaparece, residencia del dios blanco (o héroe blanco) Lin–Lin. Este enclave misterioso se halla en el vértice izquierdo de la pirámide que informa los sitios donde se halló el Uril. Por eso, de antaño, se supo que se trataba de un lugar sagrado. En los tiempos modernos la ciudad fue bautizada como Santiago por don Pedro de Valdivia, en honor y homenaje a Santiago el apóstol, el patrono de España. Este dato, aparentemente menor, es de una importancia gravosa para el devenir de lo que estamos escribiendo. ¿Por qué Valdivia eligió el nombre del apóstol Santiago para nombrar la ciudad situada precisamente en los valles donde antaño se hallara Élelin? La respuesta ciertamente es un misterio. La opinión obvia y material es que tuvo a la vista la ocasión de homenajear con ello al santo patrono de su amada patria, España. Y es probable que haya sido efectivamente así. No lo sé. Lo que sigue es especulación pura. Especulación a la que he llegado basado en la lectura del escritor español Carlos Sánchez–Montaña, quien en 2011 publicó una serie de artículos sobre el significado esotérico del Camino de Santiago.
La tesis de Sánchez–Montaña, explicada de un modo muy resumido, es que las figuras evangélicas de Pedro, Juan y Santiago corresponden más bien a un arquetipo simbólico que a personalidades históricas. La clave para entender esto supone volver la mirada hacia los lugares santos donde se les estima enterrados. La tumba de Santiago apóstol hallaríase en Santiago de Compostela, la de Juan en Éfeso y la de Pedro en Roma. Si se traza una línea recta (en rigor oblicua, recta, pero inclinada) en un mapa plano desde Éfeso hasta Santiago de Compostela, resulta que esta pasa justo por donde se encuentra Roma.
Esotéricamente hablando una línea inclinada, aunque recta o derecha, es sinónimo de un vacío, una nada. Líneas de este tipo se usan de común en conjuros más o menos oscuros. Ejemplo de ello es la cruz cristiana, tergiversación de la cruz aria, cuyos cuatro brazos proporcionales y equidistantes, de armónica medida, son alterados extendiendo hacia abajo la línea vertical, en una proporción derechamente inarmónica. Si el relato de Sánchez–Montaña tiene asidero trataríase entonces de la actualización de un conjuro, de un ritual de magia negra cuyos fines sólo pueden dar lugar a cuestiones espurias. ¿Será éste el origen del judeo–cristianismo? Santiago, Juan y Pedro son los apóstoles más emblemáticos de la religión judeo–cristiana. Si sus tumbas se hallan equidistantes todas ellas de Roma (de tal modo que la misma distancia que separa a Santiago de Compostela de Roma, separa a Roma de Éfeso), y además describiendo una línea inclinada perfecta que pasa rectamente por las tres locaciones, no es descabellado pensar que esto suceda así no por razones aleatorias. Los puntos y las líneas parecen indicar el eje en torno del cual, a partir de entonces, se desplegará un poder que regirá los destinos del mundo. Ese poder fue objetivo. Se llamó Iglesia Católica. Tras el cual, en opinión de muchos (Nietzsche entre ellos) se hallaba algo todavía peor que la Iglesia misma: esto era la doctrina que ella divulgaba, el judeo–cristianismo.
Estas ideas me llevaron a elucubrar una serie de hipótesis y conjeturas sobre las razones secretas que motivaron en Valdivia llamar a estos valles con el nombre del apóstol Santiago. Soy plenamente consciente de lo improbable que resulta toda la especulación que voy a plantear. Pero lo hago lúdicamente y con toda la libertad del mundo que puede atribuirse alguien que especula y tantea sobre asuntos que sabe, no están, resueltos lo suficientemente. Mi especulación es que el nombre de Santiago se debe a la intención deliberada de instalar aquí, donde antaño se halló el mágico enclave de Élelin, su contrapartida iniciática, su clave de anulación esotérica. Se trataría de una contra–iniciación, de un conjuro mágico para anular, en estos valles, las claves sagradas emanadas de la tierra y la geografía (geometría) del lugar, donde venideramente, si damos crédito a Grenze, debieran surgir y retornar Las Glorias de La Noche.
Me cuesta creer que Valdivia haya podido ser depositario de estos secretos. Prefiero pensar que si actuó así lo hizo movido por los clásicos hilos ocultos que mueven secretamente también todo y manipulan voluntades. De manera inconsciente, automática, muchos son los dirigidos desde un otro lado, un otro centro, hacia maquinaciones contra–iniciáticas; lo mismo que lo somos nosotros hacia objetivos iniciáticos. Mi hipótesis es que Valdivia, desprovisto como estaba (aparentemente) de las claves de esta iniciación –pues fundaba ciudades en nombre de un rey que servía a Roma– actuó movido por las fuerzas de la contra–iniciación, sin ser, por cierto, plenamente consciente de ello. Queda reservado a mis lectores establecer si estos hechos tienen algún asidero o si son simplemente fruto de una especulación altamente informada por claves del esoterismo y la filosofía hermética. Mi posición es que, en cualquiera de los dos casos, no hay elementos suficientes para llegar a una verdad taxativa. Pues esta siempre parecer ser fruto de una construcción, como dirían los deconstruccionistas. Así, la verdad de los otros, sobre estos asuntos, no es más que un constructo surgido desde su exotérica especulación; la nuestra, en cambio, nos viene impuesta por nuestra especulación esotérica. ¿Cuál tiene mayor valor? Ninguna y ambas. Todo dependerá siempre del vitral desde el que se las mire.
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