Por Hyranio Garbho
Mucho antes que Platón Homero fue el primer griego que escribió sobre la Atlántida. En un apretado pasaje de la Odisea el insigne poeta refiere la existencia de una isla, en medio del océano, donde habita una diosa , hija del ingenioso Atlas, conocedor de la profundidad de los mares y custodio de las columnas que sostienen el Cielo . En esta Isla yacía cautivo el mítico Ulises, héroe de la épica que nos narra Homero. La Isla llamábase Ogigia y hallábase a veinte días , de viaje por mar, al occidente de otra misteriosa isla atlántica, nombrada en la Odisea como Esqueria . Y es que el mito de la Isla atlántica dominaba ya, en tiempos de Homero, el imaginario colectivo del pueblo griego. Platón, a este respecto, sólo tuvo el mérito de mostrarlo en su forma exotérica. Pero el patrimonio de la leyenda, o su memoria (sus recuerdos), hallábase anclada en el alma de los griegos –incluso mucho antes que la existencia del propio Homero.
Cuatro siglos después de Platón Plutarco, el célebre historiador griego, identificó Ogigia con un Isla, en medio del océano Atlántico, a 180 kilómetros de distancia de un continente cuyas costas bordeaban todo el océano conocido . "El gran continente –escribe Plutarco¬– por el cual el gran mar está rodeado por todos lados... se encuentra a menor distancia de las otras islas, pero a unos cinco mil estadios de Ogigia, si navegamos en una galera a remos" . La descripción que Plutarco hace de este isla (Ogigia) coincide casi a la perfección con lo referido por Platón, sobre la Atlántida, en el Timeo . Lo que en sí constituye ya un misterio. En este célebre diálogo Platón escribe:
"Entonces aquel mar se podía atravesar, pues tenía una isla delante de la desembocadura que vosotros llamáis, según decís, columnas de Heracles. La Isla era mayor que Libia y Asia juntas, y desde ella era posible para los que viajaban en ese tiempo acceder a las otras islas. Desde ellas se podía pasar a todo el continente que está justo enfrente y rodeaba aquel verdadero océano" .
Platón y Plutarco escriben sobre una isla en medio del Océano. Primera coincidencia. Irrelevante es, por ahora, que Platón la llame Atlántida y Plutarco Ogigia. En uno y otro caso se trata de una isla gigantesca . Es ésta una segunda coincidencia. Entre la isla Atlántida (u Ogigia) y el continente cuyas costas abrazan todo el gran océano hay una serie de islas menores que operan como puentes o pasadizos desde un lugar al otro (Platón dice: desde ella –la Atlántida– es posible acceder a las otras islas, y desde éstas al continente que bordea el verdadero océano. Y Plutarco agrega: el gran continente se encuentra a menos distancia de las otras islas que de Ogigia). Es ésta, la tercera coincidencia, una de las más relevantes. Y por último –no menos importante e intrigante– Platón y Plutarco refieren en sus coordenadas para situar la ubicación de la isla la existencia de un gran continente, uno tan grande que sus costas rodean todo el océano verdadero.
Sobre este punto, no debiese extrañarnos que tanto Platón como Plutarco escribieran sobre un continente cuyas costas bordean la inmensidad del océano Atlántico. Pues ese continente existe y se llama América. Lo que sí debiera asombrarnos es que Platón y Plutarco lo conocieran o que hayan escrito sobre él. Un continente al otro lado del Atlántico cuyas costas rodean todo el océano ¿Podría Platón (o Plutarco) estar escribiendo sobre otra cosa que no fuera el continente americano? En nuestra opinión, muy difícilmente. Sobre todo en el caso de Platón, cuyas referencias sobre este particular, en el Timeo, son mucho más precisas. Si Platón supo de él con precisión y la veracidad de su relato está probada en ese punto ¿por qué no podría ser igualmente verídica la otra parte de la historia narrada por él, donde se refieren una serie de islas, justo enfrente de los Pilares de Hércules (estrecho de Gibraltar), algunas de las cuáles son gigantescas (como la propia Atlántida, por ejemplo), tan grandes que ameritan el nombre de continente, y que vuelven navegable ese venturoso océano que es el atlántico? Este es un punto extraordinariamente interesante sobre el que no se ha reparado debidamente. Los relatos de Platón y de Plutarco no sólo versan sobre la Atlántida (u Ogigia), sino también sobre un misterioso continente más al occidente cuyas costas bordean todo el atlántico. Si los relatos de Platón y de Plutarco son ciertos en lo que respecta a esto último no se ve cómo podrían ser falsos en relación con lo primero. Sobre todo, si se tiene en cuenta que en los siglos en que ambos escribieron no hay modo de imponerse sobre la existencia del continente americano. A menos que se disponga de un tipo de información que no esté al alcance de cualquiera. Y esto, ya de por sí, constituye otro misterio.
Una de las cuestiones más intrigantes relativas al relato platónico sobre la Atlántida entronca de plano con un hecho hasta ahora no advertido debidamente. Trátase éste de la naturaleza y envergadura del autor del relato: Platón. La mayoría de los investigadores (por no decir todos) pasan por alto el hecho que Platón haya sido un iniciado ; en circunstancias que esto es de una importancia radical y definitiva. No sólo porque se trata de un sujeto poseedor de una información especial, un secreto o misterio de iniciación, sino porque, además, no hay costumbres que dichos misterios se revelen al vulgo. De tal manera que, cuando son transmitidos en un modo que implica –o pueda implicar– eventualmente a los no iniciados, éstos se tergiversan deliberadamente, o se comunican en la forma del arquetipo. Eduard Schuré, el célebre documentalista de los Grandes Iniciados, escribió a este respecto:
"...Platón no podía enseñar públicamente las cosas que... (se) recubrían con un triple velo... Es la doctrina esotérica misma lo que aparece en sus Diálogos, pero disimulada, mitigada, cargada con una dialéctica razonadora como un peso extraño; disfrazada ella misma como leyenda, mito o parábola" .
El mismo Platón había escrito sobre este tópico en la Carta VII. Allí sugiere que su enseñanza auténticamente esotérica no estaba puesta por escrito en sus Diálogos, y que lo verdaderamente importante sólo podía ser confiado a las personas adecuadas, que en el pensamiento de Platón calzaban a la perfección con los iniciados .
Ahora bien, la iniciación de Platón en los misterios órficos es determinante en el debate sobre la Atlántida por dos importantísimas razones. Primero, porque todas las ideas relevantes que comunica en sus escritos yacen inscritas en el registro de los misterios en que ha sido iniciado. Y la Atlántida no escapa a esta regla. Sobre todo, si se considera que su leyenda nos viene comunicada en el Timeo, que es uno de los diálogos más religiosos de Platón . Y segundo, porque la iniciación de Platón le obliga a escribir sobre la Atlántida en la forma de una leyenda, cuyos "hechos" determinantes, para el investigador moderno, no tienen relevancia en la perspectiva iniciática y se privilegia únicamente lo que es esencial en el registro del misterio que se busca transmitir. En otras palabras, que la Atlántida de Platón no es un "hecho" material, objetivo, ordinario. No es un "hecho", en la significación que cobra esta palabra hoy. Platón es un iniciado. Escribe y piensa como iniciado. Por lo tanto, menudo ridículo haríamos si intentáramos comprenderle como hombres ordinarios, y empezáramos a pesquisar su Atlántida, partiendo de los detalles que pueblan su relato –y que no hacen otra cosa, que enturbiar el entendimiento, y volver la mirada hacia lo que no es la Atlántida (la Atlántida histórica y la Atlántida mítica).
¿Qué es la Atlántida, por tanto, para Platón? O mejor aún ¿Qué es la Atlántida para un auténtico iniciado? La Atlántida es, en esta perspectiva –digámoslo sumariamente–, un arquetipo. Ello no quita que sea una realidad, esto es, un hecho histórico. Pero no es eso lo determinante aquí, ni lo relevante para Platón –ni para Plutarco, ni para el imaginario colectivo griego que se trasunta en la obra de Homero. Ni tampoco, para ninguno de los que volverán a escribir sobre la Atlántida siglos más tarde, antes del advenimiento de la edad de las "luces". Lo verdaderamente importante aquí es el arquetipo de la Atlántida. A éste, y no a otro asunto, dedicaremos las líneas siguientes.
Ignatius Donnelly sintetizó los hechos sobre la Atlántida en poco más de diez puntos. Aunque no determinan lo que es la Atlántida desde una perspectiva arquetípica, nos sirven como referencia, o como punto de partida para explicar lo que queremos decir cuando definimos la Atlántida como un arquetipo. Recogemos aquí, para ello, nueve de estos puntos, por ser todos ellos particularmente interesante en relación con lo que buscamos mostrar. Estos puntos son sintéticamente los que siguen:
1. Existió antaño una isla frente a la desembocadura del mediterráneo, en el océano Atlántico, que los antiguos llamaron Atlántida.
2. El relato de Platón, sobre la misma, no una es fábula, sino una historia real.
3. La primera gran civilización humana fue la Atlántida.
4. Los atlántidos llevaron la civilización a las costas de América, Europa, África y Asia, lo que hizo posible que allí existieran también poblaciones humanas civilizadas.
5. La Atlántida, por esto, fue recordada como el paraíso terrenal, nombrado éste de diversos modos por los distintos pueblos.
6. Los dioses y las diosas de los diferentes pueblos no son otra cosa que los reyes y las reinas, los héroes y sacerdotes de la antigua Atlántida.
7. La religión original de la Atlántida tuvo que haber sido una religión de la adoración al Sol. Por esta razón hallamos, en los diversos pueblos del pasado, divinidades solares por doquier.
8. La Atlántida sucumbió a una terrible catástrofe de la naturaleza, hundiéndose en el océano con todos o la mayoría de sus habitantes.
9. Quienes escaparon llevaron las noticias del hundimiento a las diversas naciones de la tierra, dando origen con ello a su leyenda o a las historias sobre diluvios e inundaciones.
Partiendo de estos nueve puntos sintetizados por Donnelly podemos establecer, con relativa seguridad, el contenido del arquetipo que llamamos Atlántida. Este se resume en tres puntos esenciales. Primero: existió una isla en el atlántico, cuna de la civilización occidental, que sucumbió a una catástrofe de la naturaleza, dejando sólo ecos de su existencia en las diversas noticias (transformadas luego en leyendas) sobre su desaparición o colapso, transmitidas por los sobrevivientes de la catástrofe. Segundo: tal fue el grado de desarrollo y civilización de los habitantes de esta isla que muy probablemente llevaron su cultura a las costas de Mesoamérica, al norte de África y el mediterráneo europeo, llegando incluso hasta el valle del Ganges, en la India, y probablemente más allá todavía. Tercero: sucumbida la isla por la catástrofe, desaparecida su civilización, la humanidad entró en un franco proceso de decadencia y oscuridad, llegando los hombres a refugiarse (a habitar) en cavernas, y a fabricar sus utensilios de supervivencia con piedra y madera, hasta que, con el tiempo, volvieron a trabajar los metales, y a emprender de nuevo el rumbo hacia la civilización, inspirados, como pudieron estarlo, por las reminiscencias de ese pasado esplendoroso, conservado muy probablemente en escuelas de tradición, y transmitidos por medio de procedimientos muy similares a la iniciación en los misterios. Éste es, en síntesis, el arquetipo de la Atlántida. Desentrañemos, ahora, línea por línea, cada uno de estos tres puntos desplegados más arriba, y revisemos con criterios de realidad, pero también atendiendo a su sustancia arquetípica, las condiciones de posibilidad histórica de cada uno de éstos.
Antes de avanzar hacia este análisis cabe destacar lo que sigue. Hasta el presente inmediato no se había prestado atención a las leyendas y los mitos como fuente de información histórica. Se las tenía por meras fabulaciones de mentes primitivas. En el último tiempo, el criterio según el cual los mitos y las leyendas pueden ser perfectamente relatos originados en hechos históricos, aunque narrados de un modo particular, ha venido ganando terreno en el campo del escepticismo de la ciencia. Y, por ello, cada vez son más los investigadores que se sirven de éstos para anclar parte de sus trabajos o hipótesis. Éste será también nuestro punto de partida. La convicción de que, en su origen, los mitos y leyendas arrancan de sucesos reales, y que, por tanto, ya no puede seguírsele considerando fuentes de información de segunda mano. E incluso más: una leyenda ampliamente extendida por casi todo el planeta, para nosotros, puede tener todavía más valor científico que una pieza fósil cualquiera, aislada y muda respecto del contexto de su hallazgo. Por ello la mitología y leyenda será nuestro punto de partida; y probablemente también nuestro punto de anclaje.
Independientemente del relato de Platón sobre la Atlántida, muchas son las noticias que llegan hasta nosotros sobre la existencia de una Isla enclavada en el atlántico. Algunas de ellas son tan antiguas que superan fácilmente en los mil años el relato de Platón. Éstas islas fueron llamadas de muy diversos modos. Plutarco, siguiendo a Homero, la llamó Ogigia –sobre esto ya escribimos al principio. Los celtas la llamaron Ávalon, nombre cuyo significado aun queda revestido bajo el velo del misterio. Los griegos la llamaron Leuké y los hindúes Çveta Dvipa. Piteas de Masilia escribió sobre una Isla llamada Thule ubicada a seis días de viaje en vela desde las costas de Bretaña, y a un día de distancia desde el mar Cronio (mare Cronide). Y aunque no ha sido propiamente tal identificada como una Isla también la Hyperbórea de Píndaro califica como arquetipo de la isla atlántica, sobre todo por hallarse ella en el más extremo septentrión, en un lugar al que ni por mar, ni por tierra, es posible acceder. En el medievo el imaginario colectivo ario identificó la isla atlántica con la Isla de Brasil, o Isla de San Brendán. Como tal la isla fue descrita en términos muy similares a las islas afortunadas, o islas de los bienaventurados, las que, como se sabe, hallábanse también en el medio del océano atlántico, frente a la desembocadura de los pilares de Hércules, en el estrecho de Gibraltar. También evoca la isla de Brasil o Isla de San Brendán al jardín de las Hespérides, el que según Estesícoro y Estrabón se hallaba en Tartessos, supuesta antigua colonia atlántida en la península ibérica.
Hay más de un común denominador en todas estas islas. Todas ellas fueron, a su modo, concebidas como "islas blancas". De hecho el nombre de Ávalon viene de Albionia, antigua denominación con la fue conocida la Isla de Bretaña. Los griegos hablan en sus mitos de “Leuké”, la Isla Blanca, (de “Leukós”, que en griego quiere decir “blanco”). Diodoro de Sicilia habla de Hyperbórea y la llama la “Isla Blanca” (Leuké). Según este autor la Isla se hallaría en el Océano más allá de los Pilares de Hércules, enfrente de la Patria de los Celtas. Los hindúes hablan de Çveta Dvipa, la Isla Blanca, o Isla Resplandeciente, residencia del dios Vishnu, ubicada también en algún lugar del atlántico, en los confines del mundo. Ávalon, Leuké, Hyperbórea y Çveta Dvipa son "islas blancas", islas de la transfiguración espiritual, lo mismo que las islas afortunadas o islas de los bienaventurados, que guardan con el mito de la isla de Brasil un analogía sorprendente y sincronística. En todas estas islas blancas la correspondencia con la Atlántida es explícita. Razón suficiente para moverse a pensar que todos estos relatos refieren la historia de una única y misma isla.
Otro denominador común del arquetipo atlántido es la sacralidad de la isla. En todos los casos se trata de un lugar de redención o transfiguración espiritual, cuyo peregrinaje cobraría la forma de un periplo de arriesgadas aventuras surcando los mares del océano. En este sentido, la supremacía civilizatoria de la Atlántida de Platón podría muy bien interpretarse como la posesión u ostentación de un tesoro espiritual, al que sólo se llega por la vía de la iniciación y la superación de las pruebas del espíritu. Hyperbórea era la residencia de Apolo, lo mismo que Çveta Dvipa era la tierra originaria de Vishnu. Existen correspondencias y analogías extraordinarias entre Apolo y Vishnu . Desde una perspectiva arquetípica la identificación entre Çveta Dvipa e Hyperbórea está ampliamente justificada, pues el rol arquetípico que juega Apolo entre los griegos guarda sincronicidad con el papel que desempeña, entre los hindúes, Vishnu. También el Jardín de las Hespérides, otra variedad del arquetipo atlántico, guarda relación con este denominador común. En el Jardín se halla un frondoso árbol (¿Un Ygdrassil? ¿Un Irminsul?) cuyos frutos, unas manzanas de oro, prometen la plenitud y la inmortalidad. Cabe destacar al respecto que, según otra etimología, el esotérico nombre de Ávalon vendría a ser lugar o isla de las manzanas, toda vez que, en el antiguo bretón, la palabra para decir manzanas es "aval". El color de las manzanas nos da ya una pista para entender que se trata de un arquetipo espiritual, pues el color "dorado" ha sido tradicionalmente usado para referir este tipo de arquetipos.
Siguiendo a Piteas de Massalia, el historiador griego Estrabón escribió sobre Thule en los mismos términos de este arquetipo espiritual. Según él Thule se hallaba a seis días por mar de Bretaña en las proximidades del mar congelado (en esto sigue el relato de Piteas). El Mar congelado es el Mare Cronide, lugar en el que, según Plutarco y Plinio, yace dormido Cronos. En la mitología griega ésta es la tierra a la que es llevado Cronos encadenado tras ser derrotado por Zeus, su hijo. Este es otro paralelismo simbólico interesante, en esta línea de investigación que llevamos a cabo, pues Cronos representa al Tiempo (de hecho Xronos, en griego, significa Tiempo). En esta isla atlántica Cronos yace dormido o encadenado. El simbolismo de esto es evidente. Se trata de una isla en la que el tiempo no transcurre (Eternidad), o marcha en una dirección contraria (Involución), la dirección del retorno a la Edad dorada, la Edad de los Héroes y los Dioses.
Entre esta segunda versión de la leyenda y la primera existe todavía otra analogía interesante. En el primer relato la isla se halla más allá de los Pilares de Hércules, frente a la desembocadura del estrecho de Gibraltar. En la segunda versión la isla atlántida, llamada ahora Thule, se halla más allá del Mare Cronide, el mar de las aguas congeladas. Tanto los mares allende los Pilares de Hércules, como el Mare Cronide constituyen un arquetipo de lo insondable, un símbolo de los peligros que depara el viaje hacia el sí mismo. También el bosque es un arquetipo de los peligros de lo insondable, la región o tierra que se precisa atravesar para llegar al self de uno mismo. En términos simbólicos el bosque, el mar, los hielos eternos representan las pruebas del alma, los desafíos que el héroe debe superar para conquistar la inmortalidad. La fantasmagórica isla atlántica, en cualquiera de sus diversos nombres, simboliza la inmortalidad a la que sólo se puede acceder tras cruzar un bosque de vegetación frondosa o un mar de aguas insondables, o los mares congelados de los hielos eternos. En todas estas versiones de la leyenda la isla se halla en los confines de la tierra, símbolo esto último también de lo inalcanzable, a la que ni por tierra, ni por mar, puede llegarse.
Una última correspondencia analógica vincula a la isla atlántica con “airyanem vâejô”, la residencia originaria de la estirpe aria. El símbolo peremnis de los arios ha sido siempre la swástika, forma hindú estilizada de la cruz gamada o fyrfos rúnico de los armanen. De hecho Vishnú, dios que reside, según la mitología de los hindúes en Çveta Dvipa, tiene como símbolo representativo la swástika. Se ha establecido que este símbolo presta su estructura básica a todo el simbolismo ario, influyendo desde ese universo cultural a todas las formas de cultura que, en alguna medida u otra, han tenido algún grado de contacto o relación con los arios. La forma primitiva del símbolo prescribe una línea recta horizontal atravesada por una línea recta vertical en la forma de una cruz con todos sus brazos equidistantes y encerrada en un círculo. El círculo simboliza el no–tiempo, la eternidad, o una concepción del tiempo desde la perspectiva del retorno o la involución. La línea vertical representaría el principio masculino de lo manifestado, la horizontal, el lado femenino. Es, en suma, el Elella de Serrano, o el Notheh de los arkhanen Sippe. El símbolo, en su completud, representa la idea aria de lo perfecto, la iniciación aria en a–mor o matrimonio mágico que une el cielo a la tierra, en el devenir del tiempo o la eternidad (incluso, en su sentido levógiro, a lo que va contra el tiempo, y por tanto, contra la corrupción necesaria de todas las cosas en el tiempo), ideal que en su desarrollo trascendente irá cobrando otras formas análogas de representación.
Símbolo Primordial Común a todas las culturas
Swástika original derivada del símbolo primordial y cultivada entre los hindúes
Símbolo original del kultrún mapuche… el parecido con el símbolo primordial es evidente
Más allá de todas estas consideraciones el mito en sí redunda en una estructura básica de la que podemos desprender su función como arquetipo. En todas éstas la isla atlántida aparece ora como una Tierra mágica de clima templado, con una abundante y generosa vegetación, ora liberada del tiempo, ubicada en algún confín en el atlántico al que sólo se puede llegar sorteando peligros indecibles; ora como una civilización que habría participado de una forma de conocimiento trascendente, y en la que sus habitantes habrían sido seres venidos de otras estrellas. Todos estos aspectos de la leyenda nos hablan inequívocamente de un símbolo–arquetipo, de una estructura de la realidad trascendente, cuya comprensión se hace, quizá, más nítida si se pone en relación este mito con las distintas formas de correspondencia de las que ya hemos hablado, y se le estudia críticamente a partir de estas innegables analogías.
No quisiera cerrar este capítulo sobre la Atlántida como arquetipo sin referir antes un asunto de suma importancia. Trátase propiamente tal del nombre de la Atlántida, el cual parece estarnos diciendo algo que no hemos advertido debidamente, y que se enlaza de plano con nuestra hipótesis de la Atlántida como un arquetipo ario. "Atlántida" no es un nombre, sino una expresión, un modo de expresarse. La primera que acaso tuvieron los primeros descendientes de los sobrevivientes del colapso de la isla atlántica. La isla pudo muy bien haber sido llamada por su nombre, incluso después de desaparecida. Pero también pudieron los antiguos llamarla con nostalgia la "patria antigua", la "tierra de antaño" hoy desaparecida. En la familia de las lenguas germánicas eso se diría "Alt Land", la "Tierra Vieja" o "Tierra Antigua". De donde me permito afirmar que ésta es la auténtica etimología de la palabra Atlántida. Platón dice en el Critias que la isla Atlántida debe su nombre a su primer rey llamado Atlas (probablemente el mismo mítico Atlas sostener del cielo). Pero al respecto me inclino a pensar, con todo el respeto que siento por Platón, sobre la etimología atribuida a la Atlántida. O más bien, más que un error, digamos que Platón no contaba con toda la información necesaria como para elucubrar una mejor etimología del nombre que recibió de la isla. En lo que a mi opinión respecta creo que Platón debió hallarse en medio de un desconcierto total respecto de todo lo concerniente a la Atlántida. No hay que olvidar que el relato le fue transmitido por Solón, quien a su vez lo escuchó de un sacerdote egipcio. En lo sustancial, tuvo que imaginar que el nombre Atlántida derivaba de Atlas, sin advertir que el sintagma principal que forma la palabra hay una raíz que no es griega, sino protogermánico, cara a todas las formas que esta lengua cobró entre los pueblos del norte y del centro de Europa. El nódulo esencial de la palabra Atlántida lo constituye la palabra "land", que significa "tierra". "At–land–ida" es así una palabra con raíz germánica, no griega; lo que prueba, de paso, que Platón no inventó la historia de la Atlántida, sino que tuvo que haberle sido transmitida, probablemente, en los mismos términos que señala el Critias y el Timeo.
Derivada del protogermánico la palabra Atlántida cobra sentido. Pues vendría a ser una "Tierra", un "País", un "lugar" en alguna parte del planeta. El Oera Linda nos da una pista a este respecto. El viejo manuscrito frisón habla de una isla sumergida en el atlántico casi 3000 años antes de Cristo. La isla lleva por nombre el de "Âldland", que significa "Tierra Antigua" o "Antiguo País" –también, "antiguo continente" (de "Âld" antiguo, viejo, etc. y "land" tierra). Aunque no podemos establecer que se trate de la misma isla del relato de Platón, nos da una pista interesante sobre una posible etimología de la palabra "Atlántida". "At" puede ser perfectamente una contracción de "Âld" y más precisamente de "Alt" ("antiguo", en alemán), de donde "Alt Land" vendría a ser la etimología más probable para la Atlántida, significando ésta el "antiguo país", la "antigua tierra".
Una última cosa: en la Grecia antigua sabido es que Zeus nació en el monte Ida (no confundir con el Ida cretense, ni con el Ida turco... este monte Ida es de la mitología... probablemente ni siquiera se hallara en el mediterráneo). ¿Será la etimología más adecuada para la Atlántida la de "Vieja Tierra del Monte Ida"? Después de todo, el Oera Linda, que no Platón, llama a la vieja "Âldland" el "país de las altas montañas. Y quizá este "Ida" de la mitología, lugar de residencia de los dioses, haya sido antes que una tierra de los griegos, un lugar más allá de los pilares de Hércules, la tierra más antigua de que tenga memoria el hombre de la Europa primordial.
martes, 28 de diciembre de 2010
viernes, 3 de diciembre de 2010
El Sagrado Nombre de Chile
Por Hyranio Garbho
El nombre de Chile es un misterio. Aunque lo es también el nombre de otros países de la América románica. Pero, si bien es cierto, no ha podido determinarse el origen o significado del nombre de muchos de estos países, el caso de Chile representa definitivamente un caso aparte, sólo parangonable al misterio que rodea el origen y significado del nombre de "Brasil". Por ejemplo, el nombre de países como Paraguay, Uruguay, Panamá, Nicaragua y México, aunque aun se discute su significado, se sabe con precisión que son de origen indígena. Paraguay y Uruguay son voces guaraníes. México es una voz nahuatl. También el nombre de Guatemala es de origen nahuatl, pero en este caso queda claro cuál es su significado. Guatemala significa "lugar de muchos árboles". Nicaragua, el otro país cuyo nombre es de origen indígena viene del cacique Niquerahua. Y también los nombres de Colombia y Bolivia, se sabe, fueron puestos en homenaje de personajes emblemáticos de la historia de nuestra Latino América. Honduras, el Salvador y Costa Rica son voces castellanas. Aunque en el caso de Honduras se cree que la palabra es una castellanización del nombre "Huntulha" cuyo significado es "país de costas acuosas". Con razón o sin ella, la palabra es indiscutiblemente una voz castellana; y es muy difícil no atender, por sentido común, a la idea que ésta expresa: la idea de profundidad, de honduras. Por lo que muy probablemente el nombre del país haga referencia a una región de Honduras y Profundidades –se sabe que esta región es montañosa en casi un setenta por ciento. En mi opinión este nombre no pudo venir sino de este hecho. La palabra Perú, aunque se ignora su significado, es también de origen indígena. Los indígenas del río Virú, al norte del actual Perú, llamaban a este país Virú. Y aunque existen otras hipótesis la nominación de esta región como Perú –castellanización de la voz indígena Virú o Berú–, desde antes del descubrimiento del país, es un hecho documentado y ampliamente constatable. Los nombres de Venezuela, Ecuador y Argentina son, junto a los ya mencionados nombres de Colombia y Bolivia, los que menos misterio representan. Ecuador fue llamado Ecuador por la línea del Ecuador, Venezuela lo fue por su remembranza de la Venecia itálica; y Argentina es una castellanización de la palabra latina Argentum, cuyo significado es "plata", en referencia al "País de la Plata". Sólo "Brasil" y "Chile" constituyen nombres misteriosos de los que se ignora, incluso, el origen de la palabra.
Aunque el nombre de Brasil proviene indiscutiblemente del hecho de que los descubridores portugueses confundieron el lugar con la mítica Isla de Brasil, ubicada en el Atlántico, frente a las costas de Irlanda (de allí su carácter misterioso), es parangonable al caso de Chile, por dos importantes razones: primero, porque se ignora por completo el origen de la voz "Brasil", y, segundo, porque está asociado a una Isla en el Atlántico, isla fantasmagórica, de la que se tiene evidencias únicamente en los mapas del medievo, particularmente los mapas de Dalorto (1325), Pizigani (1367), Piri Rei (1513), Ortelius (1595), Mercator (1595) y el famoso mapa de Europa, anónimo de 1570. Esta isla fantasma del Atlántico es relevante porque está asociada a las leyendas de la Atlántida, Thule y el país de los hiperbóreos. Es en este sentido, ya se verá más adelante, que el nombre de Brasil es igualmente misterioso que el sagrado nombre de Chile. Oficialmente se sabe que la palabra Brasil viene del Pau–Brasil (en castellano: Palo Brasil), nombre que los portugueses dieron a un árbol de la región que crecía allí abundantemente y que al ser rojo como una brasa le llamaron Brasil. Pero es probable, no lo sabemos, que esta fuera la misma razón por la que la fantasmagórica isla del Atlántico fuera llamada así. Después de todo, no sería descabellado imaginar, atendiendo a los relatos que existen, que la Thule de los orígenes tuviera un aspecto tan paradisiaco como lo ostenta el país del Pau–Brasil.
El nombre de Chile se relaciona con esto último porque la voz Chile, que no es una voz indígena, hace igualmente referencia a un misterio relacionado con la Atlántida, con la Thule de los orígenes. La voz Chile, digámoslo sumariamente, es la traslación a voces indígenas de una voz todavía más antigua, de origen germánico, rúnico, atlántico, en la que aun podemos oír las palabras Tile, Tyle, Thyle, Thule. He aquí su carácter sagrado. Lo que sigue es una hipótesis personal sobre el origen del vocablo "Chile".
No hay consenso aun sobre el origen de la voz "Chile". Y probablemente no lo haya en mucho tiempo más –si es que acaso cabe pensar optimistamente que lo haya alguna vez. Según las hipótesis más célebres el nombre de Chile vendría del trinar de un pájaro, de una voz quechua que significa frío, o una voz aimara que significa lugar donde se acaba la tierra, del nombre de un cacique o de un hidrónimo en el valle del Aconcagua, etc. Ninguna de estas hipótesis, no obstante, aclara el significado de la palabra. Y aunque algunas nos resultan ampliamente descartables, otras nos merecen una atención y una mirada más cuidadosa.
Don Alonso de Ercilla y Zúñiga, en la Araucana, dijo que el nombre de Chile se debía al nombre del valle principal de la región. González de Najera añadió a esto que el nombre de Chile era de origen indígena –aunque no especificó cuál– y que significaba "frío", porque los indios consideraban que estas tierras eran muy frías a causa de los vientos que corren de sus nevadas sierras en invierno. Diego de Rosales, en el siglo XVII, decía que el nombre de Chile se debía a un cacique del Aconcagua llamado Tile. Pero el mismo autor añade en su Historia General del Reino de Chile que el nombre fue puesto por los españoles, quienes castellanizaron la voz indígena Tili. Según Rosales, cuando Almagro marchó del Cuzco hacia la conquista de las tierra del Sur se topó con unos indígenas a quienes preguntó de dónde venían, y respondiéndoles éstos que venían de Tili o Tile decidió poner así a estas tierras, castellanizando la voz Tile en Chile. Jerónimo de Vivar, mucho antes que éstos últimos, señaló en su Crónica y Relación Copiosa y Verdadera de los Reinos de Chile, fechada en 1558, que el nombre de Chile se debe a la expresión aymara "anchachire", cuyo significado es "gran frío", dada a Almagro por unos indígenas venidos del Perú. Según Vivar este es el motivo por el que se le llamó al valle CHIRE, de donde por deformación del uso de la palabra culminó llamándose Chile. Aunque esta hipótesis no me parece en absoluto descabellada no veo por dónde, en cuanto estudioso del lenguaje que soy, que la letra "R" se haya podido declinar en "L". Estructuralmente hablando, las corrosiones del lenguaje, que acontecen todas siempre siguiendo un patrón estructural (esto ya lo estudiaron los discípulos de Saussure y el propio Saussure antes que ellos) dan cuenta de una lógica en la que esta supuesta declinación de la "R" en "L" resulta muy sospechosa, por no decir, rara o imposible. Pero suspendamos mientras nuestro juicio al respecto. Quisiera hacer una pequeña "aparente" digresión antes de entrar en la auténtica materia que nos ocupa en estas líneas.
En febrero de 1925, en Panamá, tuvo lugar uno de los hechos más curiosos de la historia de nuestra América románica. Allí, los indígenas kunas del Panamá decidieron independizarse de este país formando una República Autónoma a la que llamaron Tule. Este hecho no sería tan sorprendente si no viniera unido a otro símbolo significativo, cual es, el símbolo y diseño de la Bandera de la naciente República de Tule. Esta Bandera, semejante en colores y diseño a la Bandera de España ostentaba en el centro el símbolo de una swástika. Para quienes tenemos conocimiento esotérico no será difícil notar la sincronía: La swástika era el símbolo del país de Thule, de la más antigua tradición. Por eso fue el símbolo privilegiado de la Sociedad Thule: una swástika a la que se anteponía una daga. Pero ¿por qué los indígenas kunas del panamá decidieron llamar a su naciente república como República de Tule? ¿Qué clase de memoria, de recuerdos ancestrales, tenían estos indígenas, que les permitía, además, asociar el nombre de Tule al símbolo de la swástika?
Nuestra explicación, dicha del modo más sucinto que puedo, es la que sigue. Me baso, para ello, en el testimonio de un libro sagrado que tengo el privilegio de estar reconstruyendo desde el kálico ignoto al castellano moderno. Me refiero a Las Bodas Arkhanen . Según Las Bodas Arkhanen el verdadero nombre de la Atlántida fue Thule. Atlántida no es un nombre, sino un modo de expresarse. Esto me lo sugirió un libro que traduje directamente del frisón antiguo y que fue ya publicado el año pasado bajo el título de Oera Linda. Atlántida es una expresión proto–nórdica que significa "Tierra Antigua" (Alt–Land, de donde viene Atland). Es la tierra ubicada más allá del viento norte, en el extremo septentrión, que Píndaro llamó el país de los hiperbóreos. Tampoco "Hyperbórea" es un nombre, sino una expresión. Ésta nunca fue usada, en realidad, por los antiguos –es decir, por Píndaro o sus contemporáneos . Píndaro no habló de Hyperbórea, sino de los Hyperbóreos, para referirse a los que habitaban un país en el extremo septentrión al que nunca nominó (y del que nunca se enteró cuál era su verdadero nombre). Ese país, siguiendo las enseñanzas de Las Bodas Arkhanen y del Oera Linda, se llamó Thule, su símbolo fue una swástika, y sus habitantes se llamaron arkhanen. Ese país desapareció sumergido en las aguas del Atlántico. Sus habitantes, los que sobrevivieron, hablaron de él como la Tierra Antigua, Atland; nombre que llegó a los oídos de Platón como Atlántida. Ecos de esa tierra podrían ser la fantasmagórica Isla de Brasil, pero también la Tile de los mapas de Olaus Magnus y otros cartógrafos del renacimiento. Sumergida en el océano, sus sobrevivientes marcharon en distintas direcciones. Y algunos de ellos llegaron a estas tierras con sus servi y anquilæ (esto es, con los ancestros de los indígenas), pero marcharon luego de retorno a sus orígenes, grabando en la memoria de estos últimos, el esplendor de una época dorada que no tendrá eco en sus porvenires.
Basado en este relato me permitiré elaborar la siguiente hipótesis sobre el sagrado nombre de Chile. Asumiendo que los habitantes de la antigua Thule (Atlántida o Hyperbórea para los desentendidos) hubieran efectivamente desembarcado en las costas de nuestra América, en una época tan inmemorial que se pierde en la noche de los tiempos, es ésta una razón que podría explicar la curiosísima existencia de la fugaz República de Tule en Panamá y su símbolo de la swástika en la bandera. Lo que pudo acontecer fue lo siguiente: los arkhanen, habitantes de Thule, sobrevivientes de su inmersión en el océano, fundaron en la América Central un reino, un magnificente reino, constructores quizá de las pirámides de México, y verdaderos autores del calendario, la astronomía y la escritura equívocamente atribuida a los Mayas. Pero siguiendo un impulso vital (una memoria de su sangre) marcharon de esas tierras hacia el polo Sur, y más allá todavía, hacia la Antártica. Los únicos que le recordarían en la América Central serían los indígenas. Por eso los kunas, quienes guardaban en su memoria ancestral el recuerdo de los antiguos habitantes de la Thule desaparecida, en homenaje de éstos buenos gobernantes, decidieron emularles en el nombre y en el símbolo que grabaron en el corazón de su bandera.
Pero los arkhanen siguieron su impulso vital más al sur. Buscaban el oasis en las frías tierras meridionales de la América Patagónica. Después de todo, la leyenda de la Thule ancestral dice que ésta era un oasis tropical, parecido a las tierras del Brasil, en medio de una zona de hielos eternos. ¿Vinieron los arkhanen, los habitantes de la antigua Thule, a estas tierras del sur del mundo? Recapitulemos un poco lo que hemos venido diciendo y atemos los cabos que antes dejamos sueltos. Jerónimo de Vivar y González de Najera decían que los indios aymaras llamaban a este lugar "Chire" y que esta palabra significaba "Frío". Ambos dicen luego que la palabra "Chire" se desvirtúa entre los españoles convirtiéndose en "Chile". Desde un punto de vista de la lingüística estructural, un cambio de este tipo vendría a ser muy raro, por no decir imposible. Ya apuntamos algunas líneas sobre esto más arriba. Pero no sé si podría ser factible al revés. Esto es, que la palabra no fuera indígena, y que los indios hayan podido mutar el sonido de la "L" por el de la "R". Y aunque no sé absolutamente nada sobre lenguas indígenas de este lado del mundo, me hace mucho más sentido el que los indios hayan podido trucar la "L" por la "R" y no al revés. Así, la palabra que los indios aymaras asociaron al "frío" podría venir perfectamente del nombre conocido por ellos de este lugar. Es decir, en otras palabras, que no fue en virtud del frío que los indios llamaron Chire a Chile, sino que fue al revés, esto es, que en virtud a que estas tierras eran ya llamadas Chile por habitantes ancestrales, y en razón a lo frías que eran, fue que los indígenas aymaras, y probablemente otros indígenas antes que ellos, llamaron Chire al frío.
El nombre de Chile es un misterio. Aunque lo es también el nombre de otros países de la América románica. Pero, si bien es cierto, no ha podido determinarse el origen o significado del nombre de muchos de estos países, el caso de Chile representa definitivamente un caso aparte, sólo parangonable al misterio que rodea el origen y significado del nombre de "Brasil". Por ejemplo, el nombre de países como Paraguay, Uruguay, Panamá, Nicaragua y México, aunque aun se discute su significado, se sabe con precisión que son de origen indígena. Paraguay y Uruguay son voces guaraníes. México es una voz nahuatl. También el nombre de Guatemala es de origen nahuatl, pero en este caso queda claro cuál es su significado. Guatemala significa "lugar de muchos árboles". Nicaragua, el otro país cuyo nombre es de origen indígena viene del cacique Niquerahua. Y también los nombres de Colombia y Bolivia, se sabe, fueron puestos en homenaje de personajes emblemáticos de la historia de nuestra Latino América. Honduras, el Salvador y Costa Rica son voces castellanas. Aunque en el caso de Honduras se cree que la palabra es una castellanización del nombre "Huntulha" cuyo significado es "país de costas acuosas". Con razón o sin ella, la palabra es indiscutiblemente una voz castellana; y es muy difícil no atender, por sentido común, a la idea que ésta expresa: la idea de profundidad, de honduras. Por lo que muy probablemente el nombre del país haga referencia a una región de Honduras y Profundidades –se sabe que esta región es montañosa en casi un setenta por ciento. En mi opinión este nombre no pudo venir sino de este hecho. La palabra Perú, aunque se ignora su significado, es también de origen indígena. Los indígenas del río Virú, al norte del actual Perú, llamaban a este país Virú. Y aunque existen otras hipótesis la nominación de esta región como Perú –castellanización de la voz indígena Virú o Berú–, desde antes del descubrimiento del país, es un hecho documentado y ampliamente constatable. Los nombres de Venezuela, Ecuador y Argentina son, junto a los ya mencionados nombres de Colombia y Bolivia, los que menos misterio representan. Ecuador fue llamado Ecuador por la línea del Ecuador, Venezuela lo fue por su remembranza de la Venecia itálica; y Argentina es una castellanización de la palabra latina Argentum, cuyo significado es "plata", en referencia al "País de la Plata". Sólo "Brasil" y "Chile" constituyen nombres misteriosos de los que se ignora, incluso, el origen de la palabra.
Aunque el nombre de Brasil proviene indiscutiblemente del hecho de que los descubridores portugueses confundieron el lugar con la mítica Isla de Brasil, ubicada en el Atlántico, frente a las costas de Irlanda (de allí su carácter misterioso), es parangonable al caso de Chile, por dos importantes razones: primero, porque se ignora por completo el origen de la voz "Brasil", y, segundo, porque está asociado a una Isla en el Atlántico, isla fantasmagórica, de la que se tiene evidencias únicamente en los mapas del medievo, particularmente los mapas de Dalorto (1325), Pizigani (1367), Piri Rei (1513), Ortelius (1595), Mercator (1595) y el famoso mapa de Europa, anónimo de 1570. Esta isla fantasma del Atlántico es relevante porque está asociada a las leyendas de la Atlántida, Thule y el país de los hiperbóreos. Es en este sentido, ya se verá más adelante, que el nombre de Brasil es igualmente misterioso que el sagrado nombre de Chile. Oficialmente se sabe que la palabra Brasil viene del Pau–Brasil (en castellano: Palo Brasil), nombre que los portugueses dieron a un árbol de la región que crecía allí abundantemente y que al ser rojo como una brasa le llamaron Brasil. Pero es probable, no lo sabemos, que esta fuera la misma razón por la que la fantasmagórica isla del Atlántico fuera llamada así. Después de todo, no sería descabellado imaginar, atendiendo a los relatos que existen, que la Thule de los orígenes tuviera un aspecto tan paradisiaco como lo ostenta el país del Pau–Brasil.
El nombre de Chile se relaciona con esto último porque la voz Chile, que no es una voz indígena, hace igualmente referencia a un misterio relacionado con la Atlántida, con la Thule de los orígenes. La voz Chile, digámoslo sumariamente, es la traslación a voces indígenas de una voz todavía más antigua, de origen germánico, rúnico, atlántico, en la que aun podemos oír las palabras Tile, Tyle, Thyle, Thule. He aquí su carácter sagrado. Lo que sigue es una hipótesis personal sobre el origen del vocablo "Chile".
No hay consenso aun sobre el origen de la voz "Chile". Y probablemente no lo haya en mucho tiempo más –si es que acaso cabe pensar optimistamente que lo haya alguna vez. Según las hipótesis más célebres el nombre de Chile vendría del trinar de un pájaro, de una voz quechua que significa frío, o una voz aimara que significa lugar donde se acaba la tierra, del nombre de un cacique o de un hidrónimo en el valle del Aconcagua, etc. Ninguna de estas hipótesis, no obstante, aclara el significado de la palabra. Y aunque algunas nos resultan ampliamente descartables, otras nos merecen una atención y una mirada más cuidadosa.
Don Alonso de Ercilla y Zúñiga, en la Araucana, dijo que el nombre de Chile se debía al nombre del valle principal de la región. González de Najera añadió a esto que el nombre de Chile era de origen indígena –aunque no especificó cuál– y que significaba "frío", porque los indios consideraban que estas tierras eran muy frías a causa de los vientos que corren de sus nevadas sierras en invierno. Diego de Rosales, en el siglo XVII, decía que el nombre de Chile se debía a un cacique del Aconcagua llamado Tile. Pero el mismo autor añade en su Historia General del Reino de Chile que el nombre fue puesto por los españoles, quienes castellanizaron la voz indígena Tili. Según Rosales, cuando Almagro marchó del Cuzco hacia la conquista de las tierra del Sur se topó con unos indígenas a quienes preguntó de dónde venían, y respondiéndoles éstos que venían de Tili o Tile decidió poner así a estas tierras, castellanizando la voz Tile en Chile. Jerónimo de Vivar, mucho antes que éstos últimos, señaló en su Crónica y Relación Copiosa y Verdadera de los Reinos de Chile, fechada en 1558, que el nombre de Chile se debe a la expresión aymara "anchachire", cuyo significado es "gran frío", dada a Almagro por unos indígenas venidos del Perú. Según Vivar este es el motivo por el que se le llamó al valle CHIRE, de donde por deformación del uso de la palabra culminó llamándose Chile. Aunque esta hipótesis no me parece en absoluto descabellada no veo por dónde, en cuanto estudioso del lenguaje que soy, que la letra "R" se haya podido declinar en "L". Estructuralmente hablando, las corrosiones del lenguaje, que acontecen todas siempre siguiendo un patrón estructural (esto ya lo estudiaron los discípulos de Saussure y el propio Saussure antes que ellos) dan cuenta de una lógica en la que esta supuesta declinación de la "R" en "L" resulta muy sospechosa, por no decir, rara o imposible. Pero suspendamos mientras nuestro juicio al respecto. Quisiera hacer una pequeña "aparente" digresión antes de entrar en la auténtica materia que nos ocupa en estas líneas.
En febrero de 1925, en Panamá, tuvo lugar uno de los hechos más curiosos de la historia de nuestra América románica. Allí, los indígenas kunas del Panamá decidieron independizarse de este país formando una República Autónoma a la que llamaron Tule. Este hecho no sería tan sorprendente si no viniera unido a otro símbolo significativo, cual es, el símbolo y diseño de la Bandera de la naciente República de Tule. Esta Bandera, semejante en colores y diseño a la Bandera de España ostentaba en el centro el símbolo de una swástika. Para quienes tenemos conocimiento esotérico no será difícil notar la sincronía: La swástika era el símbolo del país de Thule, de la más antigua tradición. Por eso fue el símbolo privilegiado de la Sociedad Thule: una swástika a la que se anteponía una daga. Pero ¿por qué los indígenas kunas del panamá decidieron llamar a su naciente república como República de Tule? ¿Qué clase de memoria, de recuerdos ancestrales, tenían estos indígenas, que les permitía, además, asociar el nombre de Tule al símbolo de la swástika?
Nuestra explicación, dicha del modo más sucinto que puedo, es la que sigue. Me baso, para ello, en el testimonio de un libro sagrado que tengo el privilegio de estar reconstruyendo desde el kálico ignoto al castellano moderno. Me refiero a Las Bodas Arkhanen . Según Las Bodas Arkhanen el verdadero nombre de la Atlántida fue Thule. Atlántida no es un nombre, sino un modo de expresarse. Esto me lo sugirió un libro que traduje directamente del frisón antiguo y que fue ya publicado el año pasado bajo el título de Oera Linda. Atlántida es una expresión proto–nórdica que significa "Tierra Antigua" (Alt–Land, de donde viene Atland). Es la tierra ubicada más allá del viento norte, en el extremo septentrión, que Píndaro llamó el país de los hiperbóreos. Tampoco "Hyperbórea" es un nombre, sino una expresión. Ésta nunca fue usada, en realidad, por los antiguos –es decir, por Píndaro o sus contemporáneos . Píndaro no habló de Hyperbórea, sino de los Hyperbóreos, para referirse a los que habitaban un país en el extremo septentrión al que nunca nominó (y del que nunca se enteró cuál era su verdadero nombre). Ese país, siguiendo las enseñanzas de Las Bodas Arkhanen y del Oera Linda, se llamó Thule, su símbolo fue una swástika, y sus habitantes se llamaron arkhanen. Ese país desapareció sumergido en las aguas del Atlántico. Sus habitantes, los que sobrevivieron, hablaron de él como la Tierra Antigua, Atland; nombre que llegó a los oídos de Platón como Atlántida. Ecos de esa tierra podrían ser la fantasmagórica Isla de Brasil, pero también la Tile de los mapas de Olaus Magnus y otros cartógrafos del renacimiento. Sumergida en el océano, sus sobrevivientes marcharon en distintas direcciones. Y algunos de ellos llegaron a estas tierras con sus servi y anquilæ (esto es, con los ancestros de los indígenas), pero marcharon luego de retorno a sus orígenes, grabando en la memoria de estos últimos, el esplendor de una época dorada que no tendrá eco en sus porvenires.
Basado en este relato me permitiré elaborar la siguiente hipótesis sobre el sagrado nombre de Chile. Asumiendo que los habitantes de la antigua Thule (Atlántida o Hyperbórea para los desentendidos) hubieran efectivamente desembarcado en las costas de nuestra América, en una época tan inmemorial que se pierde en la noche de los tiempos, es ésta una razón que podría explicar la curiosísima existencia de la fugaz República de Tule en Panamá y su símbolo de la swástika en la bandera. Lo que pudo acontecer fue lo siguiente: los arkhanen, habitantes de Thule, sobrevivientes de su inmersión en el océano, fundaron en la América Central un reino, un magnificente reino, constructores quizá de las pirámides de México, y verdaderos autores del calendario, la astronomía y la escritura equívocamente atribuida a los Mayas. Pero siguiendo un impulso vital (una memoria de su sangre) marcharon de esas tierras hacia el polo Sur, y más allá todavía, hacia la Antártica. Los únicos que le recordarían en la América Central serían los indígenas. Por eso los kunas, quienes guardaban en su memoria ancestral el recuerdo de los antiguos habitantes de la Thule desaparecida, en homenaje de éstos buenos gobernantes, decidieron emularles en el nombre y en el símbolo que grabaron en el corazón de su bandera.
Pero los arkhanen siguieron su impulso vital más al sur. Buscaban el oasis en las frías tierras meridionales de la América Patagónica. Después de todo, la leyenda de la Thule ancestral dice que ésta era un oasis tropical, parecido a las tierras del Brasil, en medio de una zona de hielos eternos. ¿Vinieron los arkhanen, los habitantes de la antigua Thule, a estas tierras del sur del mundo? Recapitulemos un poco lo que hemos venido diciendo y atemos los cabos que antes dejamos sueltos. Jerónimo de Vivar y González de Najera decían que los indios aymaras llamaban a este lugar "Chire" y que esta palabra significaba "Frío". Ambos dicen luego que la palabra "Chire" se desvirtúa entre los españoles convirtiéndose en "Chile". Desde un punto de vista de la lingüística estructural, un cambio de este tipo vendría a ser muy raro, por no decir imposible. Ya apuntamos algunas líneas sobre esto más arriba. Pero no sé si podría ser factible al revés. Esto es, que la palabra no fuera indígena, y que los indios hayan podido mutar el sonido de la "L" por el de la "R". Y aunque no sé absolutamente nada sobre lenguas indígenas de este lado del mundo, me hace mucho más sentido el que los indios hayan podido trucar la "L" por la "R" y no al revés. Así, la palabra que los indios aymaras asociaron al "frío" podría venir perfectamente del nombre conocido por ellos de este lugar. Es decir, en otras palabras, que no fue en virtud del frío que los indios llamaron Chire a Chile, sino que fue al revés, esto es, que en virtud a que estas tierras eran ya llamadas Chile por habitantes ancestrales, y en razón a lo frías que eran, fue que los indígenas aymaras, y probablemente otros indígenas antes que ellos, llamaron Chire al frío.
Nuestra hipótesis es la que sigue. Los arkhanen de Thule llegaron a estas
tierras en épocas inmemoriales, fundaron aquí su famosa Ciudad de los Césares a
la que llamaron Norithien, el nuevo reino de Thule, como su patria ancestral, y
los ecos de esta voz se grabaron en la memoria de los indios locales, algunos
de los cuales, los de más al norte, con el trascurrir del tiempo, pudieron
mutar, en parte, su sonido (el reciente ejemplo revisado de la "R" y
la "L"). Pero más al sur el
nombre se conservó casi íntegramente. La
voz griega "Thoule" suena "Zule" y la voz también
griega Thile suena "Zile". Ambas Thoule yThile fueron las palabras que los griegos
utilizaron para Thule. La primera se
transcribe literalmente como "Thule" y la segunda como
"Thile". Siendo la TH un
fonema anglosajón, germánico–nórdico conocidísimo, que se pronuncia muy
cercanamente al sonido de la "Z" de la península. En nuestra opinión, la voz Chile se deriva de
Tile, y ésta a su vez de Thile o Thule.
Después de todo, es ésta una opinión muy bien fundada de don Diego de
Rosales, quien decía que el valle del Aconcagua era llamado por los indígenas
"Tile", y lo decía apenas cien años después que Olaus Magnus
publicara su Carta Marina, donde aparece el nombre de "Thule" como
"Tile", sin que tengamos noticias que el cronista español haya
conocido al cartógrafo sueco. En
realidad, lo que creemos es que el nombre de "Tile" es una evocación
de la vieja "Thule" y que ésta es la razón por la que éstas tierras
fueron llamadas así. De esto estaba
esotéricamente informado nuestro Padre Patrio, don José Miguel de la Carrera y
Verdugo, quien, no sin conocimiento, hizo poner en el frontis del escudo
nacional (el Escudo de la Primera República) la siguiente críptica leyenda
hasta hoy muy mal comprendida e interpretada: Post Tenebras Lux. Si se lee mi ensayo sobre el significado del
nombre de Thule, publicado unos años atrás, se entenderá el sentido de esa
leyenda en el Escudo. Thule significa
precisamente que el triunfo sobre la muerte (en el caso de la naciente
república de Chile, la independencia) se conquista a través de un camino que va
de la oscuridad a la luz (Post Tenebras Lux).
Pues es ése un primado de significación esotérico–alquímico. Pero hay todavía más: en la bandera elegida
para presidir el pabellón de la naciente república el Padre de la Patria
utilizó los colores de la Aurora de Thule (el azul, el blanco y el amarillo) e
hizo poner en una esquina de la franja superior, la franja blanca, una Cruz de
Santiago en color rojo. Es esta cruz un
fyrfos, una swástika encriptada[1]. Completando con ello una asociación más que
sincronística con la vieja Thule, a la que estamos unidos por tradición y
destino.
sábado, 16 de octubre de 2010
Norithien, el nuevo reino de Thule
Por Hyranio Garbho
Lo que Grenze contó una vez a Agripa
Norithien constituye uno de los misterios más fascinantes del esoterismo arkhanen. Éste le fue comunicado a Agripa por su maestro Gabriel Grenze. De él escribe in extenso en su libro Diarios de un Iniciado. Según Agripa Grenze le habría contado una vez que las Glorias de La Noche retornarían en todo su esplendor y majestad en las tierras donde antaño floreciera Norithien, el nuevo reino de Thule. Para Grenze Norithien se habría hallado en el extremo inverso del planeta donde se hallara el Bosque de Neegal. Este extremo inverso coincidiría con la Patagonia chileno–argentina. De allí la importancia de ser Agripa (chileno) y Mirar (argentino) iniciados del esoterismo arkhanen.
En la opinión de Grenze la energía telúrica del planeta y la forma que cobra el paisaje en esas tierras habría llevado a los sobrevivientes de la antigua Thule a refundar allí su antiguo reino, la nueva Thule, la Thule de los confines de la Tierra (la Thule Finis Terræ), llamada también Norithien en las Bodas Arkhanen. El artífice de esta gesta habría sido un sobreviviente de la Atlántida (la Thule de los orígenes) llamado Lin, discípulo de Arpha, y alter–ego de Yrmion. La Ciudad de Lin, capital de Norithien (el Nuevo Reino de Thule), fue llamada Lin–Lin o Élelin en la antigüedad (prácticamente en la antigüedad de los tiempos míticos) y Ciudad de Los Césares por quienes la conocieron gracias a las crónicas de Francisco de César. Esta ciudad y este reino se habría hallado en la Patagonia chileno–argentino, a la altura de donde hoy se encuentran las ciudades de Osorno (Chile), Angostura (Argentina) y Bariloche (Argentina). Una información extraída de las crónicas de Francisco de César nos lleva a situarla en una región por completo distinta a la señalada por Grenze en esa primera época de su relación con Agripa.
Sabido es que Francisco de César y sus expedicionarios contaron haber hallado la Ciudad de Los Césares al interior de la pampa argentina, particularmente en la región de las sierras cercanas a la ciudad de Córdoba. Una secreta tradición cultivada esotéricamente situaba la mágica ciudad de Élelin en los 33º latitud sur. Según esta tradición la ciudad se hallaba enclavada y oculta en una región montañosa de muy difícil acceso. Ello llevó a Francisco de César y su comitiva exploradora a creer que había hallado la ciudad en las inmediaciones de donde hoy se encuentra Córdoba, en Argentina. Este enclave cumplía a cabalidad con los informes secretos de que disponía el expedicionario español. Cercana al paralelo treinta y tres, a los pies de un cordón montañoso (la llamada sierra pampeana), Córdoba, se ofrecía como el mejor escenario para interpretar sus claves esotéricas. Pero he aquí que éste no conocía entonces, porque no se había descubierto aun, los valles de un inmenso territorio situados a los pies de un auténtico cordón montañoso inaccesible. Era éste un enclave situado en los mismísimos 33º de la latitud sur. Los valles, donde luego sería fundada la ciudad de Santiago de Chile, interpretaban así, muchísimo mejor, las claves esotéricas para encontrar la mítica ciudad perdida de Los Césares.
Gabriel Grenze ignoró esto hasta poco antes de su muerte. Enfermo y conocer objetivo de su trágico desenlace, mandó llamar a su discípulo predilecto, Agripa, y le contó en detalles todo lo relativo a estos misterios. Le habló de ciertas claves secretas cuyo origen no estaba autorizado a revelar. Según éstas Norithien, el Nuevo Reino de Thule habría sido fundado por Lin–Lin en las cumbres de los Andes que pasan, exactamente, por los 33º latitud sur. Allí, en el centro del reino, se hallaría Élelin, la ciudad mágica que aparece y desaparece, residencia de Lin. Ésta habría sido La Ciudad de Los Césares que Francisco de César creyó hallar a los pies de las sierras pampeanas, y que otra tradición sitúa al sur del territorio chileno–argentino, en la mágica Patagonia. Esto habría contado Grenze a Agripa en las postrimerías de su vida. Y por eso Agripa habría intentado formar aquí, en Chile, con escaso éxito, círculos de estudiosos del esoterismo que cultivaban estos misterios. Agripa nos habló de esto también en el otoño de su vida. Y desde entonces he buscado infatigablemente las señales que corroboren lo testimoniado por Agripa sobre Chile, Santiago, y el reino de Thule que una vez, supuestamente, fue fundado aquí. Pongo ahora a disposición de todos los resultados preliminares de mi investigación. La mayor parte de ello es especulación pura; pero especulación no sobre la base de nada, sino sobre la base de un conocimiento alterno, cuyas claves no puedo aquí todavía revelar.
Lo que Grenze contó una vez a Agripa
Norithien constituye uno de los misterios más fascinantes del esoterismo arkhanen. Éste le fue comunicado a Agripa por su maestro Gabriel Grenze. De él escribe in extenso en su libro Diarios de un Iniciado. Según Agripa Grenze le habría contado una vez que las Glorias de La Noche retornarían en todo su esplendor y majestad en las tierras donde antaño floreciera Norithien, el nuevo reino de Thule. Para Grenze Norithien se habría hallado en el extremo inverso del planeta donde se hallara el Bosque de Neegal. Este extremo inverso coincidiría con la Patagonia chileno–argentina. De allí la importancia de ser Agripa (chileno) y Mirar (argentino) iniciados del esoterismo arkhanen.
En la opinión de Grenze la energía telúrica del planeta y la forma que cobra el paisaje en esas tierras habría llevado a los sobrevivientes de la antigua Thule a refundar allí su antiguo reino, la nueva Thule, la Thule de los confines de la Tierra (la Thule Finis Terræ), llamada también Norithien en las Bodas Arkhanen. El artífice de esta gesta habría sido un sobreviviente de la Atlántida (la Thule de los orígenes) llamado Lin, discípulo de Arpha, y alter–ego de Yrmion. La Ciudad de Lin, capital de Norithien (el Nuevo Reino de Thule), fue llamada Lin–Lin o Élelin en la antigüedad (prácticamente en la antigüedad de los tiempos míticos) y Ciudad de Los Césares por quienes la conocieron gracias a las crónicas de Francisco de César. Esta ciudad y este reino se habría hallado en la Patagonia chileno–argentino, a la altura de donde hoy se encuentran las ciudades de Osorno (Chile), Angostura (Argentina) y Bariloche (Argentina). Una información extraída de las crónicas de Francisco de César nos lleva a situarla en una región por completo distinta a la señalada por Grenze en esa primera época de su relación con Agripa.
Sabido es que Francisco de César y sus expedicionarios contaron haber hallado la Ciudad de Los Césares al interior de la pampa argentina, particularmente en la región de las sierras cercanas a la ciudad de Córdoba. Una secreta tradición cultivada esotéricamente situaba la mágica ciudad de Élelin en los 33º latitud sur. Según esta tradición la ciudad se hallaba enclavada y oculta en una región montañosa de muy difícil acceso. Ello llevó a Francisco de César y su comitiva exploradora a creer que había hallado la ciudad en las inmediaciones de donde hoy se encuentra Córdoba, en Argentina. Este enclave cumplía a cabalidad con los informes secretos de que disponía el expedicionario español. Cercana al paralelo treinta y tres, a los pies de un cordón montañoso (la llamada sierra pampeana), Córdoba, se ofrecía como el mejor escenario para interpretar sus claves esotéricas. Pero he aquí que éste no conocía entonces, porque no se había descubierto aun, los valles de un inmenso territorio situados a los pies de un auténtico cordón montañoso inaccesible. Era éste un enclave situado en los mismísimos 33º de la latitud sur. Los valles, donde luego sería fundada la ciudad de Santiago de Chile, interpretaban así, muchísimo mejor, las claves esotéricas para encontrar la mítica ciudad perdida de Los Césares.
Gabriel Grenze ignoró esto hasta poco antes de su muerte. Enfermo y conocer objetivo de su trágico desenlace, mandó llamar a su discípulo predilecto, Agripa, y le contó en detalles todo lo relativo a estos misterios. Le habló de ciertas claves secretas cuyo origen no estaba autorizado a revelar. Según éstas Norithien, el Nuevo Reino de Thule habría sido fundado por Lin–Lin en las cumbres de los Andes que pasan, exactamente, por los 33º latitud sur. Allí, en el centro del reino, se hallaría Élelin, la ciudad mágica que aparece y desaparece, residencia de Lin. Ésta habría sido La Ciudad de Los Césares que Francisco de César creyó hallar a los pies de las sierras pampeanas, y que otra tradición sitúa al sur del territorio chileno–argentino, en la mágica Patagonia. Esto habría contado Grenze a Agripa en las postrimerías de su vida. Y por eso Agripa habría intentado formar aquí, en Chile, con escaso éxito, círculos de estudiosos del esoterismo que cultivaban estos misterios. Agripa nos habló de esto también en el otoño de su vida. Y desde entonces he buscado infatigablemente las señales que corroboren lo testimoniado por Agripa sobre Chile, Santiago, y el reino de Thule que una vez, supuestamente, fue fundado aquí. Pongo ahora a disposición de todos los resultados preliminares de mi investigación. La mayor parte de ello es especulación pura; pero especulación no sobre la base de nada, sino sobre la base de un conocimiento alterno, cuyas claves no puedo aquí todavía revelar.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
La Piedra de Uril y el Misterioso Bosque de Neegal
Por Hyranio Garbho
El Bosque de Neegal es un arquetipo del esoterismo arkhanen y un símbolo privilegiadísimo del opus alchimicum ururiano. Ubicado donde hoy se encuentra el Teutoburger Wald constituyó en el pasado el lugar más sacro para los ario–arkhanen por tres significativas razones. Primero, porque fue el lugar donde se celebraron las bodas arkhanen. Segundo, porque fue la región escogida para emplazar el Uril. Y tercero, porque es el escenario donde se desarrolla la mágica historia de Sigur y Vaal de Marne, épica arquetípica de la iniciación aria en A–Mor, cuyos ecos darán vida, en los tiempos históricos, a la leyenda del Graal.
En Las Bodas Arkhanen el mágico y misterioso Bosque de Neegal constituye el tema central de la Cuarta Jornada. Allí se nos informa que ése fue el lugar dónde los primeros habitantes del planeta, venidos de otra estrella, ocultaron su reliquia más sagrada, una piedra conocida con el nombre de Uril. La palabra Neegal y Uril son ambas iroglifos ururianos. La primera significa literalmente Tierra de "Neeg", pues el sufijo AL, compuesto por la runa Ar y la runa Laf, suele ser interpretado como "Tierra" o "Región". La palabra "Neeg", en kálico, compuesta por las runas Noth, la doble Eh y Gibor, significa literalmente "Las Nupcias de los Dioses bajo la Ley que es Destino". Esas nupcias divinas (nupcias de los Gotten) son la replicación de las bodas arkhanen en este plano del acontecer (o en este nuevo planeta). La segunda palabra, "Uril" (de las runas Ur, Is y Laf), invoca la idea que el Conocimiento Interior es Fuerza Interior y Visión de la Totalidad.
Según Agnes del Lacio el antiguo Bosque de Neegal, lugar al que se llevó originalmente la Piedra de Uril, comprendía un territorio mucho más vasto que el que hoy abarca el Teutoburger Wald. Se iniciaba en la mítica Ljvdwert, en Frisia, extendiéndose por el oriente hasta donde hoy se encuentra la ciudad de Berlín. Por el sur abrazaba los límites norte de la actual Bélgica y la actual Luxemburgo. En Alemania el Bosque se extendía hasta la actual Frankfurt.
En el Bosque de Neegal fue donde comenzó todo. Las Bodas Arkhanen, atribuidas al mítico Urur, señalan que el lugar fue elegido para custodiar el Uril mucho antes de la fundación de Thule . Entre esta mítica ciudad y el lugar preciso donde fue llevado el Uril habían, según Las Bodas Arkhanen, 2600 pasos (algo así como 2756 kilómetros, si atendemos a la indicación de Del Lacio, según la cual, un paso arkhanen habría medido 106 centímetros).
De acuerdo con Las Bodas Arkhanen el Bosque de Neegal llegó a ser un lugar mágico, de retiro, precisamente, gracias a la Piedra de Uril. En los tiempos más remotos, antes del hundimiento de Alt–Land (La tierra antigua), la Thule de los orígenes, este lugar era considerado sacro. Y el camino que a él conducía, una senda de peregrinación. Ése camino se iniciaba en el antiguo Puerto de Kâdik, al que los arkhanen Sippe llegaban provenientes del Puerto Brasil, ubicado en la región suroriental de la Isla de Thule, paralela al estrecho de Gibraltar. Y consultaba un periplo que cruzaba toda Hispania, haciendo estaciones en lugares próximos a los sitios donde hoy se hallan ciudades como Córdoba, Toledo, Teruel y Huesca en la antigua Ar–Agon. Tras cruzar los pirineos la siguiente estación de la ruta era Carcassonne, por donde el camino continuaba hasta alcanzar la ruta del Ródano; y desde allí, siguiendo una de sus bifurcaciones, penetraba la actual Alemania, hasta la región donde hallábase antiguamente el Bosque de Neegal (llamado luego Nieg–al, Ning–al, Oster–ning–al, Os–ning–al, Os–ning, Osning).
En el Bosque de Neegal se celebraron las Bodas Arkhanen. Éstas, míticamente, representan la unión de ambos planos del acontecer, simbolizados en el misterio de la duplicación de la Runa Noth. Tal prodigio fue actualizado por Wotan (o sus fieles seguidores) en el Bosque de Neegal. Cuenta la leyenda ururiana que Wotan, ya anciano, concibió allí una segunda forma de transmutación necesaria para reactivar el äthion dormido. El äthion –o Electrón Divino, como lo llamara Jörg Lanz von Liebenfels– vibraba entonces en su mínima expresión, debido a la lejanía en que se hallaban los garbharien respecto de la estrella madre, su patria ancestral, Aldebarán. Ello produjo que éstos perdieran el equilibrio e incurrieran en conductas erráticas, incoherentes y contra toda armonía y sentido. Cometieron entonces el pecado racial y se sublevaron contra el bello orden establecido. Wotan, líder aun de los garbharien, temiendo por la Piedra de Uril, marchó junto a sus leales seguidores hasta el Bosque de Neegal, para ponerla a resguardo de los rebeldes. Pues éstos sabían del poder contenido en la Piedra. El Uril, la Piedra traída de Aldebarán, era la energía usada para mantener el equilibrio magnético del planeta, –y era, también, la energía que había hecho de la Tierra un lugar habitable (pues este planeta, sin la energía de Uril, habría continuado siendo muy similar a lo que hoy son los otros planetas del sistema solar). Esa piedra contenía todo el poder necesario para regir sobre los elementos; y era, además, la fuente de la que emanaba toda la sabiduría y la ciencia de la antigüedad. Quien se hacía con ella se hacía con todo el poder. Por eso era necesario resguardarla.
La leyenda es errática al señalar cuál fue entonces el destino del Uril. En Las Bodas Arkhanen se señalan mínimamente tres distintos derroteros de esta piedra sagrada. La primera señala que, después de llevar a cabo las Bodas Arkhanen, la transmutación que convirtió a los garbharien en arkhanen, Wotan instruyó que el Uril fuera sacado del Bosque de Neegal y llevado al centro de la Tierra. Éste sería hoy lo que algunos llaman el Sol Negro, núcleo portentoso del que emana la energía de la Tierra Interior. Un segundo posible destino de la Piedra de Uril señala que ésta, en su periplo a la Tierra Interior, fue interceptada por los rebeldes y rota en tres partes. Estos tres pedazos de roca habrían caído en lugares relacionados geométricamente, alrededor de lo que hoy medimos en los 33º latitud norte y 33º latitud sur, formando un triángulo que tiene a las azores por vértice principal y las ciudades de Santiago de Chile y Ciudad del Cabo, como base de la pirámide. La tercera posibilidad que señala Las Bodas Arkhanen sugiere que la Piedra fue llevada a un lugar considerado el equivalente exacto, en el otro hemisferio de la tierra, al sitio donde ésta se hallaba en el Bosque de Neegal. Tomando como referencia la capital de la Isla de Thule, medida que los antiguos utilizaron para ubicar el centro del planeta, este equivalente exacto, en el otro hemisferio (medido con coordenadas actuales) está en los 70º longitud oeste y 33º latitud sur –o sea, unos treinta kilómetros al sureste de Santiago de Chile.
Esta tercera posibilidad, la más esotérica de todas, está relacionada con Lin, el mago blanco discípulo de Arpha, que viajó a estas tierras presumiblemente unos 6000 años antes de cristo, en busca de la Piedra de Uril, y que fundara sobre las colinas donde la hallara una mágica ciudad llamada Norithien, la que en memoria y homenaje suyo sería conocida luego como Élelin. Este maravilloso relato, histórico y arquetipo, comienza con las Bodas de Lin (léase la consagración de Lin –en kálico demótico las Bar Lin, razón por la cual la ciudad donde este acto se llevó a cabo llamóse luego Barlin), el rey blanco del Uril (rey o dios, indistintamente), en torno del cual se desarrolla la mágica leyenda de Sigur y Vaal de Marne. Según Las Bodas Arkhanen Lin, el rey blanco, había sido elegido para marchar en la búsqueda del Uril al otro hemisferio. Mas, para hacerlo, precisa ser consagrado. Cuando va camino a su consagración es acosado por enemigos quienes le hieren de muerte en la ingle. Agónico, y sin poder recuperarse, es llevado a una misteriosa posada, en lo profundo e insondable del bosque, donde vive una mujer con su hijo y sus sirvientes. Este hijo lleva por nombre Sigur y ha sido llevado hasta allí por su madre para evitar que éste se convierta en un guerrero como lo fuera su padre. Pero Sigur, de bélica estirpe, lleva el combate, la guerra y las aventuras en sus venas. Cuando llega a su casa Lin, éste le cuenta que el único modo de sobrevivir a sus mortales heridas es poniendo en éstas la piedra de Uril. Una esotérica leyenda le ha avisado a Lin que cuando Wotan instruyó llevar la reliquia al otro polo, extrajo de ésta siete pequeños pedazos del tamaño de una mano, que pudieran adornar su corona, para mantener la conexión con la Piedra madre que sería llevada a las tierras australes. En su periplo a la Isla de Thule uno de estos pedazos del Uril se desprendió de la corona de Wotan y se perdió sin dejar ningún rastro. Pero a Lin habían llegado noticias de dónde podía hallarse. Entonces fue cuando voluntariamente el joven Sigur se ofreció para ir en la búsqueda del Uril, la piedra de la inmortalidad. En su aventura conoce a Vaal, reina de Marne, tierra que después será llamada Aragón. Para revelarle el secreto del Uril ella hace la pregunta de rigor, cuya respuesta el héroe Sigur ignora, pues no ha sido iniciado. Entonces le encomienda superar siete pruebas, tras cuya realización no sólo conocerá el paradero del Uril, sino, además, obtendrá su mano. El héroe, entonces, emprende sus siete aventuras, una de las cuales le lleva al inframundo, donde yace enterrada la espada que lo hará invisible e invencible. Sigur triunfa en todas sus pruebas y desposa a Vaal de Marne. Luego de esto lleva el Uril hasta donde Lin y le cura para que pueda ser consagrado.
Es éste un relato enteramente esotérico. Todo en él apunta a una iniciación, la iniciación aria en A-Mor. Su estructura, aunque difiere en algunos pequeños detalles, responde al mismo arquetipo de la leyenda teutónica de Parsifal. Más que leyendas ambas son claves para encriptar el secreto de la auténtica iniciación aria. Esa misma estructura arquetípica volverá a estar presente en el relato cuando, tras ser consagrado, Lin marche hacia el otro polo, en la búsqueda del Uril, la Piedra grande que ha sido ocultada en las cumbres del austral hemisferio.
Sobre las diferencias entre el Uril de Sigur y el Uril de Lin cabe apuntar lo siguiente. En siete ocasiones en Las Bodas de Arkhanen se hace referencia al Uril de Sigur como un poder a través del cual se aprende que los dioses o los héroes renacen en la ley de la derrota o la caída. Las claves de este aprendizaje vienen definidas por cuatro conceptos determinantes: 1) Dioses o héroes, 2) Renacimiento, 3) Ley y 4) Derrota o caída. Si interpretamos cada uno de estos conceptos según la sabiduría rúnica tenemos que el primero es equivalente a la runa Gib o Gibor, el segundo a la runa Ar, runa del renacimiento, el tercero a la runa Ried, runa de la ley; y el cuarto a la runa Laf, runa de la caída o derrota. Si usamos los valores literales de todas estas runas, aunque no necesariamente en un sentido secuencial, podemos formar la palabra GRAL (G de Gibor, R de Ried, A de Ar y L de Laf). Ahora bien, si tomamos en consideración que esotéricamente se ha definido como verdadero únicamente a lo arquetípico, esto es, a lo que tiene su correlato en el otro plano, lo que se representa en la duplicación de una runa, si este Uril habla del auténtico renacimiento, entonces tendremos una duplicación de la runa Ar, runa del renacimiento, formando así la palabra "Graal". Esto es, por cierto, una hipótesis personal. En las Bodas Arkhanen jamás se habla de un Graal. Pero, teniendo en consideración lo planteado más arriba, es probable que ésa sea la diferencia entre un Uril y otro. Con todo, más allá de estas últimas especulaciones, es evidente para quien tiene conocimiento sobre estos asuntos, que existe un paralelismo innegable entre el Uril de Las Bodas Arkhanen y el Grial del Parsifal de Von Eschenbach. Del mismo modo que es inevitable, al nombrar la palabra Uril, no pensar en el Vril de Edward Bulwer-Lytton. Vril y Grial pudieran estar emparentados, así, a partir de estas leyendas. Como, por cierto, lo están los mágicos lugares que albergaron, ayer y hoy, estas preciadas reliquias.
El Bosque de Neegal es un arquetipo del esoterismo arkhanen y un símbolo privilegiadísimo del opus alchimicum ururiano. Ubicado donde hoy se encuentra el Teutoburger Wald constituyó en el pasado el lugar más sacro para los ario–arkhanen por tres significativas razones. Primero, porque fue el lugar donde se celebraron las bodas arkhanen. Segundo, porque fue la región escogida para emplazar el Uril. Y tercero, porque es el escenario donde se desarrolla la mágica historia de Sigur y Vaal de Marne, épica arquetípica de la iniciación aria en A–Mor, cuyos ecos darán vida, en los tiempos históricos, a la leyenda del Graal.
En Las Bodas Arkhanen el mágico y misterioso Bosque de Neegal constituye el tema central de la Cuarta Jornada. Allí se nos informa que ése fue el lugar dónde los primeros habitantes del planeta, venidos de otra estrella, ocultaron su reliquia más sagrada, una piedra conocida con el nombre de Uril. La palabra Neegal y Uril son ambas iroglifos ururianos. La primera significa literalmente Tierra de "Neeg", pues el sufijo AL, compuesto por la runa Ar y la runa Laf, suele ser interpretado como "Tierra" o "Región". La palabra "Neeg", en kálico, compuesta por las runas Noth, la doble Eh y Gibor, significa literalmente "Las Nupcias de los Dioses bajo la Ley que es Destino". Esas nupcias divinas (nupcias de los Gotten) son la replicación de las bodas arkhanen en este plano del acontecer (o en este nuevo planeta). La segunda palabra, "Uril" (de las runas Ur, Is y Laf), invoca la idea que el Conocimiento Interior es Fuerza Interior y Visión de la Totalidad.
Según Agnes del Lacio el antiguo Bosque de Neegal, lugar al que se llevó originalmente la Piedra de Uril, comprendía un territorio mucho más vasto que el que hoy abarca el Teutoburger Wald. Se iniciaba en la mítica Ljvdwert, en Frisia, extendiéndose por el oriente hasta donde hoy se encuentra la ciudad de Berlín. Por el sur abrazaba los límites norte de la actual Bélgica y la actual Luxemburgo. En Alemania el Bosque se extendía hasta la actual Frankfurt.
En el Bosque de Neegal fue donde comenzó todo. Las Bodas Arkhanen, atribuidas al mítico Urur, señalan que el lugar fue elegido para custodiar el Uril mucho antes de la fundación de Thule . Entre esta mítica ciudad y el lugar preciso donde fue llevado el Uril habían, según Las Bodas Arkhanen, 2600 pasos (algo así como 2756 kilómetros, si atendemos a la indicación de Del Lacio, según la cual, un paso arkhanen habría medido 106 centímetros).
De acuerdo con Las Bodas Arkhanen el Bosque de Neegal llegó a ser un lugar mágico, de retiro, precisamente, gracias a la Piedra de Uril. En los tiempos más remotos, antes del hundimiento de Alt–Land (La tierra antigua), la Thule de los orígenes, este lugar era considerado sacro. Y el camino que a él conducía, una senda de peregrinación. Ése camino se iniciaba en el antiguo Puerto de Kâdik, al que los arkhanen Sippe llegaban provenientes del Puerto Brasil, ubicado en la región suroriental de la Isla de Thule, paralela al estrecho de Gibraltar. Y consultaba un periplo que cruzaba toda Hispania, haciendo estaciones en lugares próximos a los sitios donde hoy se hallan ciudades como Córdoba, Toledo, Teruel y Huesca en la antigua Ar–Agon. Tras cruzar los pirineos la siguiente estación de la ruta era Carcassonne, por donde el camino continuaba hasta alcanzar la ruta del Ródano; y desde allí, siguiendo una de sus bifurcaciones, penetraba la actual Alemania, hasta la región donde hallábase antiguamente el Bosque de Neegal (llamado luego Nieg–al, Ning–al, Oster–ning–al, Os–ning–al, Os–ning, Osning).
En el Bosque de Neegal se celebraron las Bodas Arkhanen. Éstas, míticamente, representan la unión de ambos planos del acontecer, simbolizados en el misterio de la duplicación de la Runa Noth. Tal prodigio fue actualizado por Wotan (o sus fieles seguidores) en el Bosque de Neegal. Cuenta la leyenda ururiana que Wotan, ya anciano, concibió allí una segunda forma de transmutación necesaria para reactivar el äthion dormido. El äthion –o Electrón Divino, como lo llamara Jörg Lanz von Liebenfels– vibraba entonces en su mínima expresión, debido a la lejanía en que se hallaban los garbharien respecto de la estrella madre, su patria ancestral, Aldebarán. Ello produjo que éstos perdieran el equilibrio e incurrieran en conductas erráticas, incoherentes y contra toda armonía y sentido. Cometieron entonces el pecado racial y se sublevaron contra el bello orden establecido. Wotan, líder aun de los garbharien, temiendo por la Piedra de Uril, marchó junto a sus leales seguidores hasta el Bosque de Neegal, para ponerla a resguardo de los rebeldes. Pues éstos sabían del poder contenido en la Piedra. El Uril, la Piedra traída de Aldebarán, era la energía usada para mantener el equilibrio magnético del planeta, –y era, también, la energía que había hecho de la Tierra un lugar habitable (pues este planeta, sin la energía de Uril, habría continuado siendo muy similar a lo que hoy son los otros planetas del sistema solar). Esa piedra contenía todo el poder necesario para regir sobre los elementos; y era, además, la fuente de la que emanaba toda la sabiduría y la ciencia de la antigüedad. Quien se hacía con ella se hacía con todo el poder. Por eso era necesario resguardarla.
La leyenda es errática al señalar cuál fue entonces el destino del Uril. En Las Bodas Arkhanen se señalan mínimamente tres distintos derroteros de esta piedra sagrada. La primera señala que, después de llevar a cabo las Bodas Arkhanen, la transmutación que convirtió a los garbharien en arkhanen, Wotan instruyó que el Uril fuera sacado del Bosque de Neegal y llevado al centro de la Tierra. Éste sería hoy lo que algunos llaman el Sol Negro, núcleo portentoso del que emana la energía de la Tierra Interior. Un segundo posible destino de la Piedra de Uril señala que ésta, en su periplo a la Tierra Interior, fue interceptada por los rebeldes y rota en tres partes. Estos tres pedazos de roca habrían caído en lugares relacionados geométricamente, alrededor de lo que hoy medimos en los 33º latitud norte y 33º latitud sur, formando un triángulo que tiene a las azores por vértice principal y las ciudades de Santiago de Chile y Ciudad del Cabo, como base de la pirámide. La tercera posibilidad que señala Las Bodas Arkhanen sugiere que la Piedra fue llevada a un lugar considerado el equivalente exacto, en el otro hemisferio de la tierra, al sitio donde ésta se hallaba en el Bosque de Neegal. Tomando como referencia la capital de la Isla de Thule, medida que los antiguos utilizaron para ubicar el centro del planeta, este equivalente exacto, en el otro hemisferio (medido con coordenadas actuales) está en los 70º longitud oeste y 33º latitud sur –o sea, unos treinta kilómetros al sureste de Santiago de Chile.
Esta tercera posibilidad, la más esotérica de todas, está relacionada con Lin, el mago blanco discípulo de Arpha, que viajó a estas tierras presumiblemente unos 6000 años antes de cristo, en busca de la Piedra de Uril, y que fundara sobre las colinas donde la hallara una mágica ciudad llamada Norithien, la que en memoria y homenaje suyo sería conocida luego como Élelin. Este maravilloso relato, histórico y arquetipo, comienza con las Bodas de Lin (léase la consagración de Lin –en kálico demótico las Bar Lin, razón por la cual la ciudad donde este acto se llevó a cabo llamóse luego Barlin), el rey blanco del Uril (rey o dios, indistintamente), en torno del cual se desarrolla la mágica leyenda de Sigur y Vaal de Marne. Según Las Bodas Arkhanen Lin, el rey blanco, había sido elegido para marchar en la búsqueda del Uril al otro hemisferio. Mas, para hacerlo, precisa ser consagrado. Cuando va camino a su consagración es acosado por enemigos quienes le hieren de muerte en la ingle. Agónico, y sin poder recuperarse, es llevado a una misteriosa posada, en lo profundo e insondable del bosque, donde vive una mujer con su hijo y sus sirvientes. Este hijo lleva por nombre Sigur y ha sido llevado hasta allí por su madre para evitar que éste se convierta en un guerrero como lo fuera su padre. Pero Sigur, de bélica estirpe, lleva el combate, la guerra y las aventuras en sus venas. Cuando llega a su casa Lin, éste le cuenta que el único modo de sobrevivir a sus mortales heridas es poniendo en éstas la piedra de Uril. Una esotérica leyenda le ha avisado a Lin que cuando Wotan instruyó llevar la reliquia al otro polo, extrajo de ésta siete pequeños pedazos del tamaño de una mano, que pudieran adornar su corona, para mantener la conexión con la Piedra madre que sería llevada a las tierras australes. En su periplo a la Isla de Thule uno de estos pedazos del Uril se desprendió de la corona de Wotan y se perdió sin dejar ningún rastro. Pero a Lin habían llegado noticias de dónde podía hallarse. Entonces fue cuando voluntariamente el joven Sigur se ofreció para ir en la búsqueda del Uril, la piedra de la inmortalidad. En su aventura conoce a Vaal, reina de Marne, tierra que después será llamada Aragón. Para revelarle el secreto del Uril ella hace la pregunta de rigor, cuya respuesta el héroe Sigur ignora, pues no ha sido iniciado. Entonces le encomienda superar siete pruebas, tras cuya realización no sólo conocerá el paradero del Uril, sino, además, obtendrá su mano. El héroe, entonces, emprende sus siete aventuras, una de las cuales le lleva al inframundo, donde yace enterrada la espada que lo hará invisible e invencible. Sigur triunfa en todas sus pruebas y desposa a Vaal de Marne. Luego de esto lleva el Uril hasta donde Lin y le cura para que pueda ser consagrado.
Es éste un relato enteramente esotérico. Todo en él apunta a una iniciación, la iniciación aria en A-Mor. Su estructura, aunque difiere en algunos pequeños detalles, responde al mismo arquetipo de la leyenda teutónica de Parsifal. Más que leyendas ambas son claves para encriptar el secreto de la auténtica iniciación aria. Esa misma estructura arquetípica volverá a estar presente en el relato cuando, tras ser consagrado, Lin marche hacia el otro polo, en la búsqueda del Uril, la Piedra grande que ha sido ocultada en las cumbres del austral hemisferio.
Sobre las diferencias entre el Uril de Sigur y el Uril de Lin cabe apuntar lo siguiente. En siete ocasiones en Las Bodas de Arkhanen se hace referencia al Uril de Sigur como un poder a través del cual se aprende que los dioses o los héroes renacen en la ley de la derrota o la caída. Las claves de este aprendizaje vienen definidas por cuatro conceptos determinantes: 1) Dioses o héroes, 2) Renacimiento, 3) Ley y 4) Derrota o caída. Si interpretamos cada uno de estos conceptos según la sabiduría rúnica tenemos que el primero es equivalente a la runa Gib o Gibor, el segundo a la runa Ar, runa del renacimiento, el tercero a la runa Ried, runa de la ley; y el cuarto a la runa Laf, runa de la caída o derrota. Si usamos los valores literales de todas estas runas, aunque no necesariamente en un sentido secuencial, podemos formar la palabra GRAL (G de Gibor, R de Ried, A de Ar y L de Laf). Ahora bien, si tomamos en consideración que esotéricamente se ha definido como verdadero únicamente a lo arquetípico, esto es, a lo que tiene su correlato en el otro plano, lo que se representa en la duplicación de una runa, si este Uril habla del auténtico renacimiento, entonces tendremos una duplicación de la runa Ar, runa del renacimiento, formando así la palabra "Graal". Esto es, por cierto, una hipótesis personal. En las Bodas Arkhanen jamás se habla de un Graal. Pero, teniendo en consideración lo planteado más arriba, es probable que ésa sea la diferencia entre un Uril y otro. Con todo, más allá de estas últimas especulaciones, es evidente para quien tiene conocimiento sobre estos asuntos, que existe un paralelismo innegable entre el Uril de Las Bodas Arkhanen y el Grial del Parsifal de Von Eschenbach. Del mismo modo que es inevitable, al nombrar la palabra Uril, no pensar en el Vril de Edward Bulwer-Lytton. Vril y Grial pudieran estar emparentados, así, a partir de estas leyendas. Como, por cierto, lo están los mágicos lugares que albergaron, ayer y hoy, estas preciadas reliquias.
viernes, 30 de julio de 2010
El Significado del nombre de Thule
Por Hyranio Garbho
Muy pocos, por no decir casi nadie, conoce el significado de la palabra Thule y su símbolo. Thule es el nombre de la patria más antigua de los arios; tierra que algunos por ignorancia, y otros por pereza mental, llaman equívocamente Hyperbórea. Hyperbórea no es un nombre, sino una expresión –esto es, una forma de hablar, de expresarse, utilizada por los griegos para nominar a Thule. La palabra Hyperbórea significa "más allá de Bóreas", esto es, más allá de donde habita el dios del viento–norte, cuyo nombre es Bóreas, y que los griegos creían era la región de Tracia.
Píndaro fue el primero en utilizar esta expresión, pero curiosamente nunca habló de Hyperbórea (Ὑπερβορέια), sino de los hiperbóreos (Ὑπερβορέιοι)[1]. Esto es significativo, porque revela hasta qué punto el poeta desconocía el nombre de esta tierra, y nombraba a sus habitantes del mejor modo que podía hacerlo en griego: los hiperbóreos, esto es, los que habitan más allá del viento del norte.
Pero Hyperbórea no era el nombre de esta Tierra, ni sus habitantes se llamaban a sí mismos hiperbóreos. El nombre verdadero de Hyperbórea era Thule y sus proto–habitantes se llamaron a sí mismos "arkhanen"[2]. Ambos nombres, el del país y el de sus proto–habitantes, son de origen rúnico. Se trata de kalas sacras o iroglif (en lengua listiana). Las kalas sacras, formas proto–rúnicas invariables, son un conjunto de jeroglifos arios inmemoriales anteriores incluso a las kalas simples o runas yrmionen. Autónomas respecto de estas últimas pueden, a veces (y el caso de las palabras Thule y "arkhanen" es uno), llegar a depender de las kalas simples en su denominación, significado y diseño cuando suponen la conjunción de tres o más runas yrmionen. Aunque se ignora el por qué, esto puede dar la idea de que las kalas simples son una descomposición de kalas sacras, según el significado y utilización de estas últimas.
La palabra Thule fue utilizada, por primera vez, en el siglo IV antes de la Era Común, por un marino y explorador griego conocido como Pytheas de Massalia. Este identificó el nombre de Thule con una isla ubicada a seis días al norte de Bretaña, donde, según sus palabras, el Sol estival nunca se ponía allí. Se trataba, pues, de la vieja y mítica tierra de los Hiperbóreos de Píndaro, la isla blanca (Leuke, Albionia, Ávalon, Çveta Dvipa) que en las jornadas de Las Bodas Arkhanen representa al viejo continente desaparecido, la Antigua Tierra (Alt–Land o Atlántida) de los "arkhanen Sippe". La palabra que Pytheas de Massalia utilizó para el país fue Qoulhlo que puede pronunciarse como "Thule" o "Zule". De allí que la transcripción latina de la palabra fuese "Thule". Muchos siglos después, los cartógrafos europeos, particularmente Olaus Magnus, motivados por la transcripción de la palabra, y en la ignorancia absoluta de la escritura original y el sonido de ésta en griego, interpretaron la "U" latina como "Ypsilon" griega, y modificaron el nombre en sus mapas por el de "Tile", pensando que el original en griego era Qulhy no Qoulh(esto es de una importancia mayúscula para nosotros, los chilenos, los que habitamos en "Tile" o "Zile", origen remoto del nombre CHILE –y con esto, no se crea que soy consciente que he revelado un secreto de iniciación).
El iroglif "Thule" resulta de la conjunción de cuatro runas yrmionen. Estas runas son: la runa "Thor", la runa "Ur", la runa "Laf" y la runa "Eh". Thor, en el futhark yrmionen, representa la victoria sobre la muerte. Su significado está asociado al rejuvenecimiento, a la renovación. Rejuvenecer (no olvidar que Apolo iba cada diecinueve años a Hyperbórea –léase a Thule– a rejuvenecer) significa vencer la muerte. Es el proceso contrario de la senectud, el camino a la inversa de la vejez que lleva a la muerte. Y ése es el significado esotérico de la runa "Thor", el sentido que redescubre para nosotros el viejo vidente compositor de la novela Carnuntum. La runa "Ur" significa comienzo. Se trata del comienzo en este mundo, en este plano de la realidad, no en el otro. Ése comienzo está asociado a una Caída, una derrota, una Untergang, representada por la runa "Laf". Uno de los significados esotéricos de la runa Laf, en el sistema yrmionen, es el de "caída". Enseña éste que todo verdadero ascenso tiene como precondición una "caída", una "derrota". Pero no se trata de cualquier caída. Es la caída de la muerte mística, la muerte de iniciación, el símbolo de la combustión del ave Phoenix (un mito ario, en verdad, y no medioriental) lo que viene representado en esa derrota. Es el descenso al Hades de Orfeo y Dionisio. Esto lo testimonia la runa que acompaña a Laf en el nombre de Thule. Esta última runa es la runa "Eh", runa del matrimonio mágico, del "Elella" de Serrano, de la unión o yoga entre el cielo y la tierra, lo masculino y lo femenino. Esta runa determina el carácter de la caída. Se trata de una Nupcia, una Boda, un Yoga. Es un pacto para la conquista del cielo. El nombre de Thule enseña (señala, recuerda, hace recordar) que para vencer la muerte, renovar la vida, conquistar el cielo se precisa antes "perder", ser "derrotado". Y serlo sacramente en un campo de batalla. Es éste el sentido que tiene la expresión, tan cara a Serrano, de "ganar perdiendo"[3].
En Las Bodas Arkhanen, escrita original y enteramente en kálico, Thule es el nombre del país de los arkhanen. Los arkhanen son la tribu de los primeros habitantes del planeta llegados de las estrellas, particularmente de la constelación de Tauro, de la estrella Aldebarán (llamada "Arkhana" por los arkhanen). Han sido derrotados allí por los Yrosen (una degeneración de los Haggen de Las Bodas Arkhanen), cuya raza está destinada a desaparecer igualmente. Esta derrota es una derrota arquetípica. Es un símbolo alquímico, un lapis exilis, que señala el camino de retorno a la patria original. Se vence a la muerte en el conocimiento nupcial, yoguico, de que la caída es la precondición al ascenso, lo que expresado en términos esotéricos es el equivalente de la fórmula Nunc scio tenebris lux (ahora sé que de la oscuridad –la caída, la derrota– viene la luz –el ascenso, la conquista del cielo, el rejuvenecimiento o triunfo sobre la muerte). El nombre del país rememora (en un sentido señero) la fórmula, el camino, la vía, que conduce de retorno a la patria pérdida de los orígenes.
En uno de los símbolos herméticos más significativos de los círculos esotéricos anteriores a la llegada de Las Glorias de La Noche, compartido indistintamente por la Thule Gesellschaft y la Sociedad del Vril, se puede leer lo que sigue:
Dem neuen Zeitalter entgegen
Sieg und Heil großdeutschland
Im Kampf für die Welt
Heil das neue Reich Thule!
Lo que traducido al castellano es:
Hacia una nueva Era
Salve Victoria a la Gran Alemania
En la lucha por el mundo
Salve el nuevo reino de Thule
En la perspectiva de Las Bodas Arkhanen esta leyenda constituye una profecía. Si Alemania es el nuevo reino de Thule, sólo de sus cenizas, de su derrota, renacerá la nueva Era. Por eso Alemania debía perder para ganar. Esto lo sabía muy bien don Miguel Serrano, pero lo sabían también los miembros de la Sociedad Thule, donde Arhag fue iniciado, según el propio testimonio de su maestro e iniciador, Thoreh. La derrota de Alemania traerá oscuridad al mundo, pero allí será sembrado el germen del Porvenir, la luz que reemplazará las tinieblas.
Cuando Thule fue fundada, un día muy atrás en el tiempo, se la llamó así para grabar a fuego en la memoria el sentido y destino de los arkhanen Sippe. Estos deberán volver a pasar por la derrota para sembrar las semillas que germinarán la Nueva Era. Esa derrota monumental ya aconteció. Y de las trincheras improvisadas de resistencia, surgidas por todas partes desde el mismísimo 8 de Mayo del año 56 nHk, comenzó a germinar la Nueva Era. Esa Nueva Era –Era de retorno al Satya Yuga, retorno a la Patria Ancestral, Edad Dorada de los Dioses (los arkhanen)– está ya, germinando, en la más profunda oscuridad espiritual de que se tenga noticias en la historia. Pero de esa oscuridad brotará la luz del Nuevo Amanecer. Pues, después de todo, eso es lo que significa el nombre de Thule (Después de la Noche, el Día – o dicho como lo indica el Proto Escudo Nacional Chileno Post Tenebras Lux).
Muy pocos, por no decir casi nadie, conoce el significado de la palabra Thule y su símbolo. Thule es el nombre de la patria más antigua de los arios; tierra que algunos por ignorancia, y otros por pereza mental, llaman equívocamente Hyperbórea. Hyperbórea no es un nombre, sino una expresión –esto es, una forma de hablar, de expresarse, utilizada por los griegos para nominar a Thule. La palabra Hyperbórea significa "más allá de Bóreas", esto es, más allá de donde habita el dios del viento–norte, cuyo nombre es Bóreas, y que los griegos creían era la región de Tracia.
Píndaro fue el primero en utilizar esta expresión, pero curiosamente nunca habló de Hyperbórea (Ὑπερβορέια), sino de los hiperbóreos (Ὑπερβορέιοι)[1]. Esto es significativo, porque revela hasta qué punto el poeta desconocía el nombre de esta tierra, y nombraba a sus habitantes del mejor modo que podía hacerlo en griego: los hiperbóreos, esto es, los que habitan más allá del viento del norte.
Pero Hyperbórea no era el nombre de esta Tierra, ni sus habitantes se llamaban a sí mismos hiperbóreos. El nombre verdadero de Hyperbórea era Thule y sus proto–habitantes se llamaron a sí mismos "arkhanen"[2]. Ambos nombres, el del país y el de sus proto–habitantes, son de origen rúnico. Se trata de kalas sacras o iroglif (en lengua listiana). Las kalas sacras, formas proto–rúnicas invariables, son un conjunto de jeroglifos arios inmemoriales anteriores incluso a las kalas simples o runas yrmionen. Autónomas respecto de estas últimas pueden, a veces (y el caso de las palabras Thule y "arkhanen" es uno), llegar a depender de las kalas simples en su denominación, significado y diseño cuando suponen la conjunción de tres o más runas yrmionen. Aunque se ignora el por qué, esto puede dar la idea de que las kalas simples son una descomposición de kalas sacras, según el significado y utilización de estas últimas.
La palabra Thule fue utilizada, por primera vez, en el siglo IV antes de la Era Común, por un marino y explorador griego conocido como Pytheas de Massalia. Este identificó el nombre de Thule con una isla ubicada a seis días al norte de Bretaña, donde, según sus palabras, el Sol estival nunca se ponía allí. Se trataba, pues, de la vieja y mítica tierra de los Hiperbóreos de Píndaro, la isla blanca (Leuke, Albionia, Ávalon, Çveta Dvipa) que en las jornadas de Las Bodas Arkhanen representa al viejo continente desaparecido, la Antigua Tierra (Alt–Land o Atlántida) de los "arkhanen Sippe". La palabra que Pytheas de Massalia utilizó para el país fue Qoulhlo que puede pronunciarse como "Thule" o "Zule". De allí que la transcripción latina de la palabra fuese "Thule". Muchos siglos después, los cartógrafos europeos, particularmente Olaus Magnus, motivados por la transcripción de la palabra, y en la ignorancia absoluta de la escritura original y el sonido de ésta en griego, interpretaron la "U" latina como "Ypsilon" griega, y modificaron el nombre en sus mapas por el de "Tile", pensando que el original en griego era Qulhy no Qoulh(esto es de una importancia mayúscula para nosotros, los chilenos, los que habitamos en "Tile" o "Zile", origen remoto del nombre CHILE –y con esto, no se crea que soy consciente que he revelado un secreto de iniciación).
El iroglif "Thule" resulta de la conjunción de cuatro runas yrmionen. Estas runas son: la runa "Thor", la runa "Ur", la runa "Laf" y la runa "Eh". Thor, en el futhark yrmionen, representa la victoria sobre la muerte. Su significado está asociado al rejuvenecimiento, a la renovación. Rejuvenecer (no olvidar que Apolo iba cada diecinueve años a Hyperbórea –léase a Thule– a rejuvenecer) significa vencer la muerte. Es el proceso contrario de la senectud, el camino a la inversa de la vejez que lleva a la muerte. Y ése es el significado esotérico de la runa "Thor", el sentido que redescubre para nosotros el viejo vidente compositor de la novela Carnuntum. La runa "Ur" significa comienzo. Se trata del comienzo en este mundo, en este plano de la realidad, no en el otro. Ése comienzo está asociado a una Caída, una derrota, una Untergang, representada por la runa "Laf". Uno de los significados esotéricos de la runa Laf, en el sistema yrmionen, es el de "caída". Enseña éste que todo verdadero ascenso tiene como precondición una "caída", una "derrota". Pero no se trata de cualquier caída. Es la caída de la muerte mística, la muerte de iniciación, el símbolo de la combustión del ave Phoenix (un mito ario, en verdad, y no medioriental) lo que viene representado en esa derrota. Es el descenso al Hades de Orfeo y Dionisio. Esto lo testimonia la runa que acompaña a Laf en el nombre de Thule. Esta última runa es la runa "Eh", runa del matrimonio mágico, del "Elella" de Serrano, de la unión o yoga entre el cielo y la tierra, lo masculino y lo femenino. Esta runa determina el carácter de la caída. Se trata de una Nupcia, una Boda, un Yoga. Es un pacto para la conquista del cielo. El nombre de Thule enseña (señala, recuerda, hace recordar) que para vencer la muerte, renovar la vida, conquistar el cielo se precisa antes "perder", ser "derrotado". Y serlo sacramente en un campo de batalla. Es éste el sentido que tiene la expresión, tan cara a Serrano, de "ganar perdiendo"[3].
En Las Bodas Arkhanen, escrita original y enteramente en kálico, Thule es el nombre del país de los arkhanen. Los arkhanen son la tribu de los primeros habitantes del planeta llegados de las estrellas, particularmente de la constelación de Tauro, de la estrella Aldebarán (llamada "Arkhana" por los arkhanen). Han sido derrotados allí por los Yrosen (una degeneración de los Haggen de Las Bodas Arkhanen), cuya raza está destinada a desaparecer igualmente. Esta derrota es una derrota arquetípica. Es un símbolo alquímico, un lapis exilis, que señala el camino de retorno a la patria original. Se vence a la muerte en el conocimiento nupcial, yoguico, de que la caída es la precondición al ascenso, lo que expresado en términos esotéricos es el equivalente de la fórmula Nunc scio tenebris lux (ahora sé que de la oscuridad –la caída, la derrota– viene la luz –el ascenso, la conquista del cielo, el rejuvenecimiento o triunfo sobre la muerte). El nombre del país rememora (en un sentido señero) la fórmula, el camino, la vía, que conduce de retorno a la patria pérdida de los orígenes.
En uno de los símbolos herméticos más significativos de los círculos esotéricos anteriores a la llegada de Las Glorias de La Noche, compartido indistintamente por la Thule Gesellschaft y la Sociedad del Vril, se puede leer lo que sigue:
Dem neuen Zeitalter entgegen
Sieg und Heil großdeutschland
Im Kampf für die Welt
Heil das neue Reich Thule!
Lo que traducido al castellano es:
Hacia una nueva Era
Salve Victoria a la Gran Alemania
En la lucha por el mundo
Salve el nuevo reino de Thule
En la perspectiva de Las Bodas Arkhanen esta leyenda constituye una profecía. Si Alemania es el nuevo reino de Thule, sólo de sus cenizas, de su derrota, renacerá la nueva Era. Por eso Alemania debía perder para ganar. Esto lo sabía muy bien don Miguel Serrano, pero lo sabían también los miembros de la Sociedad Thule, donde Arhag fue iniciado, según el propio testimonio de su maestro e iniciador, Thoreh. La derrota de Alemania traerá oscuridad al mundo, pero allí será sembrado el germen del Porvenir, la luz que reemplazará las tinieblas.
Cuando Thule fue fundada, un día muy atrás en el tiempo, se la llamó así para grabar a fuego en la memoria el sentido y destino de los arkhanen Sippe. Estos deberán volver a pasar por la derrota para sembrar las semillas que germinarán la Nueva Era. Esa derrota monumental ya aconteció. Y de las trincheras improvisadas de resistencia, surgidas por todas partes desde el mismísimo 8 de Mayo del año 56 nHk, comenzó a germinar la Nueva Era. Esa Nueva Era –Era de retorno al Satya Yuga, retorno a la Patria Ancestral, Edad Dorada de los Dioses (los arkhanen)– está ya, germinando, en la más profunda oscuridad espiritual de que se tenga noticias en la historia. Pero de esa oscuridad brotará la luz del Nuevo Amanecer. Pues, después de todo, eso es lo que significa el nombre de Thule (Después de la Noche, el Día – o dicho como lo indica el Proto Escudo Nacional Chileno Post Tenebras Lux).
[1] Píndaro decía: "... ναυσὶ δ' οὔτε πεζὸς ἰών εὕροις
ἐς Ὑπερβορέων ἀγῶνα θαυματὰν ὁδόν (...ni en naves, ni a pie, podréis alcanzar
el extraño camino a la asamblea de los hiperbóreos)". Esta es la traducción correcta del verso de
Píndaro que Serrano interpreta en la fórmula "Ni por mar, ni por
tierra...".
[2] Cfr. Las
Bodas Arkhanen. También Las Enseñanzas de Urur de Agnes del
Lacio
[3] Miguel Serrano utilizó en innumerables
ocasiones esta expresión, pero nunca se tomó la molestia de explicarla. Ello fue probablemente por razones de
hermetismo. Pero el hecho de usarla –y
usarla conscientemente– revela hasta qué punto era conocedor de la filosofía
bosquiana.
lunes, 28 de junio de 2010
El Concepto de Religión en la Roma Antigua
Por Hyranio Garbho
La palabra latina Religio, de la que deriva nuestra voz castellana Religión, en su significación lata y originaria, tiene muy poco que ver, o casi nada, con las ideas que nosotros asociamos hoy al término. Para ello, baste con estos dos ejemplos que pueden muy bien ilustrar este asunto. El primero está referido a la significación de la palabra Religio en el ámbito de la romanidad, esto es, a su étymos. El segundo, a la impresión que sobre el cristianismo tuvieron los primeros romanos que conocieron de este movimiento. Vayamos, pues, al primero de estos ejemplos.
a. Significación de la palabra Religio: Existen, al respecto, tres opiniones diversas sobre el étymos de la palabra Religio: la que une la voz Religio con el étymos religere, la que lo vincula con el étymos relegere; y la que lo asocia, finalmente, con el étymos religare. De estas tres, sólo las dos primeras nos merecen confianza y legitimidad, por estar asociadas al ámbito propiamente tal de la romanidad; la tercera, en cambio, nos merece muchas dudas, pues no sólo es tardía en el tiempo, sino que, además, parece ser una invención que se inicia con el cristianismo y que busca justificar la expresión Religio en la serie de ideas que se asociarán posteriormente a esta palabra. Ya hablaremos de esto al final de esta reflexión. Religere y relegere son, a nuestro entender, los étymos legítimos de la palabra Religio. Ya explicaremos, también, cómo creemos que pueda ser posible que una palabra tenga dos étymos distintos en su significación original. Religere significa propiamente tal escrúpulo. Hace referencia, por tanto, a una disposición interior “y no a una propiedad objetiva de ciertas cosas o un conjunto de creencia y prácticas” “En la época clásica –dice Maurice Sachot- la religio Romana designa ante todo una actitud, hecha de escrupuloso respeto hacia lo instituido… Por ello se convierte en lo que fortalece a las instituciones y garantiza su duración, por medio de ese vínculo, por ese apego del ciudadano a respetar las instituciones de la ciudad” Esta cuestión nos pone sobre la pista de algo que hasta ahora se ignora casi en su totalidad –salvo, por cierto, entre círculos de historiadores, filósofos o especialistas-: el vínculo entre la Religio y las instituciones de la ciudad, o aquello que propiamente tal hace de un romano, en el mundo antiguo, ser romano. La Religio, en su acepción etimológica, hace referencia a la idea de escrúpulo. Pero no de cualquier escrúpulo, sino, ante todo, del que cabe tener frente a lo que ha sido instituido en la ciudad, y, por tanto, engloba un sagrado respeto general hacia la urbe y todo lo que ella representa. Esta idea de Religio denota ya un carácter marcadamente local, no universal. Ello fue lo que llevó a Cicerón, el célebre filósofo romano, a decir sva cviqve civitati religio (cada ciudad tiene su propia religión). Tenemos así los tres aspectos esenciales que supone el concepto original de religio: el escrúpulo (en el sentido de recogerse, de guardarse, de retenerse ante algo que se considera sagrado), la ciudad, la urbe, Roma (como el objeto hacia el que se dirige el escrúpulo de lo religioso y transforma toda forma de religio romana en una actividad social dirigida hacia los asuntos públicos –los res-publicas-, legales y de Estado); y el carácter local o nacional que distingue a cada pueblo según su propia religio, esto es, según la propia relación de escrúpulo (de respeto, de amor, de cuidado) que prevalezca entre el individuo y las instituciones (tradiciones, cultos y costumbres) de su país. De estos tres sentidos originales de la palabra Religio el primero viene atestiguado, como ya lo hemos visto, por el étymos Religere; el segundo y el tercero se fundamentan en el étymos Relegere. Este segundo étymos de la palabra Religio nos es, todavía, más legitimo, toda vez que la palabra relegere es la que propiamente tal da lugar a la formación del sustantivo Religio –la voz latina Religere forma el sustantivo Relictio y la expresión Religare (famosa únicamente a causa del cristianismo) forma el sustantivo Religatio (que se aparta ostensiblemente de las dos primeras)-. Pues bien, la palabra latina relegere es un derivado del verbo legere, lego, que significa, entre otras cosas, leer, pero principalmente, su significación es la de recoger, reunir, recolectar. ¿Recolectar, recoger qué? Recoger espigas, uvas, frutos del campo y de las cosechas. He aquí que la expresión lego, en su sentido original, hacía referencia a una actividad del campo propiamente tal, a un “hacer” ligado a la tierra. En su sentido más primitivo, Religio deriva de lego, relego, relegere. Esta es la etimología que propone, al menos, Cicerón. Pero en Cicerón relegere significa también tratar un asunto con diligencia, con escrúpulo. De ahí que el sentido de lo escrupuloso quede también integrado en este étymos del relegere. Pero en su acepción más fuerte relegere está vinculado a los otros dos sentidos originales de la palabra Religio: el que dice relación con las instituciones de la ciudad y el que se vincula al carácter local de esas instituciones. Las instituciones de la ciudad no son otra cosa que todo aquello que se ha instituido a lo largo del tiempo; por lo que, cuando hablamos de esas instituciones estamos haciendo referencia a aquello que ha permanecido, que ha logrado cristalizar en costumbres y tradiciones; y que, por lo mismo, también, constituyen hoy el fundamento de lo que son nuestras leyes, nuestra cultura, nuestro patrimonio patrio. Las instituciones de la ciudad, tratándose de Roma, son sus costumbres, sus tradiciones, su derecho romano, sus dioses, su Re-pública. Ese es el sentido fuerte de la expresión Religio Romana; y es ese sentido el que nos viene dado por el propio testimonio de un filósofo romano, Marco Tulio Cicerón. La idea de que la palabra Religión deriva de la palabra Religare –cuyo sustantivo legítimo forma la palabra Religatio y no Religio- se la debemos a un filósofo cristiano del siglo IV (o sea, por lo menos, 350 años después de Cicerón y en una época en la que ya, prácticamente, Roma no existe) de nombre Lactancio. Esta etimología fue muy probablemente propuesta con el ánimo de justificar algo, que en tiempos de Cicerón, habría parecido un notable contrasentido: esto es, el hecho tan común en nuestros días de concebir al cristianismo como una religión. Por esa razón nos parece de poco valor revisar una etimología tan evidentemente arbitraria, que fuerza el sentido original de un término para hacerlo coincidir con un conjunto de creencias y prácticas originadas en otros suelos lingüísticos, en otras concepciones del mundo y de la vida.
La religio romana hace referencia, en su sentido más primitivo, a una actividad que se realiza, propiamente tal, en el campo. Religio es relegere, palabra latina que deriva de legere, de lego. Lego es recolectar, recoger las espigas, los frutos del campo, de la tierra. El campo romano es el fundamento de lo que después será la ciudad de Roma. Es en el campo donde los romanos forman su carácter, sus costumbres, sus tradiciones, y las instituciones que algún día harán grande a la urbe de Roma, a la ciudad. Es en relación con esa tierra que cultivan en los campos de Roma, que se irá forjando el sentido de la Religio Romana, las instituciones a las que posteriormente el romano deberá sagrado y escrupuloso respeto. Pero este escrúpulo, este respeto por lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma que brotan de su tierra se completa, únicamente, en el vínculo que une todo esto a la sangre romana, a la sangre de los padres fundadores de Roma, a aquellos que fundamentarán el posterior patriciado. La Religio surge cuando hay un vínculo entre la sangre y la tierra, entre la sangre y el suelo: pues el suelo patrio es el fundamento último que vuelve posible la existencia de un pueblo unido por la sangre. No hay pueblo, no hay comunidad de sangre, sin tierra, sin un suelo que habitar y la religio es el vínculo que hace patente ese matrimonio entre la sangre y el suelo.
Cuando Cicerón definía la Religio como el sagrado respeto a lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma, la escrupulosa diligencia a conservar las instituciones y la estructura del Estado, etc., lo que estaba en juego allí era la conservación de Roma, de su sangre y de su suelo. Esto merece más de una explicación. Sabido es que en la antigua Roma existían dos clases sociales muy bien diferenciadas: los patricios y los plebeyos. Y digo “sabido es” como de un modo de expresarse, simplemente, porque si se cree que se trataba de dos clases sociales (idea inculcada por el marxismo y enseñada hasta el presente como si se tratara de la verdad) se comete un error de apreciación grave y una falta de rigurosidad significativa. Clases sociales, propiamente tal, es lo que se verá aparecer en el mundo moderno con el advenimiento del capitalismo y las formas modernas de producción económica. Entre Patricios y Plebeyos las diferencias no son de carácter social (de hecho, sorprendería saber de la cantidad de plebeyos que en la Roma antigua poseían mayores riquezas que los mismos Patricios). Lo que diferencia a los Patricios de los Plebeyos viene determinado por la sangre (razón por la que incluso hasta poco después de la redacción de las doce Tablas todavía seguía prohibiéndose el establecimiento de matrimonios cruzados entre Patricios y Plebeyos). Los Patricios eran quienes portaban la sangre de los Padres fundadores de Roma, sus descendientes legítimos. Es en ese vínculo natural (no artificial) que basaban su pertenencia a un grupo humano y sus derechos sobre esa tierra que era Roma. Los Plebeyos, en cambio, eran los extranjeros. La lucha, por tanto, entre Patricios y Plebeyos, no es una lucha social entre quienes tienen privilegios económicos y quienes no (como intentó hacérnoslo creer Marx); sino, más bien, una lucha entre quienes son muy consciente de la sangre que portan (los Patricios) -y su legítimo derecho a querer conservarla- y quienes no poseen la calidad de ciudadanos precisamente porque no portan esa sangre y no son descendientes de los padres fundadores de la ciudad. La Religio romana data de esta época de los orígenes de Roma, en los que la sangre y el suelo fundamentan el ser romano, más allá de cualquier considerando artificial. Las mores romanas, las costumbres y las tradiciones de la ciudad que luego invocará Cicerón, al hablar de Religio, no son otras que las que cristalizaron en este época de los comienzos de Roma, época en la que se fundamenta su grandeza y que comenzará a debilitarse y desvirtuarse desde los tiempos de la igualdad de los derechos civiles entre Patricios y Plebeyos (siglo IV a.E.C.).
Sangre y suelo fundamentan toda forma de religión no sólo en el sentido de una cosmovisión, sino, esencialmente, en la impronta de un ser-en-el-mundo. La Religio es únicamente posible en la medida en que tiene como presupuesto la sangre y el suelo. Fuera de esta relación, fuera de este vínculo, no tiene sentido alguno hablar de religión.
b. La impresión que se llevaron los romanos de los primeros cristianos: “Religión” y “cristianismo” son dos conceptos tan estrechamente ligados en el mundo moderno, vinculados de un modo tan intransigente que a nadie medianamente sensato podría ocurrírsele disociarlos, en algún modo u otro, o plantear alguna duda respecto de su legítima relación. Y sin embargo, en los hechos y en la lógica –y por lo tanto, en el sentido común, en la cordura y en la sensatez- nada más antitético y contradictorio –incluso, nada más imposible- que vincular “cristianismo” con “Religión”. La expresión “religión cristiana” es, en los hechos, una contradictio in terminis (contradicción en los términos).
Para nosotros, hombres occidentales modernos, nacidos tras dos milenios de bastardización de occidente, asociar estas dos palabras nos resulta algo tan normal, tan obvio, tan elocuente y necesario, que la sola duda respecto de su logicidad y derecho nos hace fruncir el ceño y plantearnos más de una interrogante. Vivimos bajo la ciega convicción de que “cristianismo” y “religión” son lo mismo; y esta idea amparada en el yugo del más irreflexivo dictamen se perpetua únicamente porque entre los hombres nada hay mejor repartido que la pereza mental y la ignorancia sobre el fundamento de las cosas. La mayoría de la gente de hoy vive como si el mundo se hubiese creado hace cien años, como si no hubiera historia, ignorante y absolutamente ajeno a nociones tales como Tradición, Trascendencia. El vivir de hoy es tan transitorio y ordinario que nada provocaría más asombro a las gentes de este mundo que un auténtico sentido de la verdad religiosa y un original fundamento de las cosas.
Cuando los romanos, religiosos como eran, se toparon por primera vez con el cristianismo, vieron en él cualquier cosa, menos una religión. Esto es algo decisivo. Los romanos fueron los creadores de la “religión”, y, por lo tanto, quienes mejor preparados estaban en el mundo respecto de cuestiones religiosas. La idea de que hubo otras religiones en el mundo es falsa y sólo responde a la confusión que ha introducido en este orden de cosas el cristianismo. Sólo a alguien formado irreflexivamente en la mentalidad cristiana podría ocurrírsele hablar de religiosidad maya, china, egipcia, griega, judía, mesopotámica, por nombrar solo a algunas. Esto es una forma impropia de hablar, pues no se ajusta, en rigor, a los hechos. Sólo hubo una religión en el mundo antiguo, la religión romana. Y quizá, por analogía lógica, podría justificarse hablar de religión en otros casos, fuera del romano, como, por ejemplo, en el caso de los pueblos germanos. Pero no se puede aplicar a destajo el calificativo de religión a cualquier complejo de creencias y formas rituales (toda vez que la religión, en su sentido original y legítimo, no tiene nada que ver con creencias y sólo subsidiaria y secundariamente tiene alguna relación con las formas rituales). La verdadera religión es la Religio Romana. Ella presta e impone por derecho propio su modelo a las otras. Ese derecho propio le viene de la palabra. La palabra Religio es una palabra romana, latina. Ello define todo un campo significacional únicamente accesible a quienes han formado su inteligencia y espíritu en la lengua latina; y acaso concebible siquiera o intuida en alguna de sus formas externas, para quienes han adoptado la lengua latina como su segunda lengua.
Esto último me trae a la memoria una anécdota; una de esas que se contaban, en mis años de universidad, al modo de leyendas urbanos, mitos construidos en torno a grandes filósofos que se transmitían de profesores a estudiantes, y de estudiantes a otros estudiantes sin la voluntad de certificar mucho la fuente, de cerciorarse en algo sobre la legitimidad de la información. Recuerdo en mis primeros años de universidad se discutía mucho en torno a un pequeño libro polémico que versaba sobre la relación entre Martin Heidegger y el Nazismo. El autor era un académico chileno de la universidad libre de Berlín, el Señor Víctor Farías. En esos días recuerdo que alguien hizo circular una curiosísima anécdota sobre la relación que hubo entre Farías y Heidegger en los años que el primero habría sido alumno del segundo. La anécdota versa más o menos así: siendo Farías alumno de Heidegger se dirigió un día a él con el borrador de una traducción al castellano de Ser y Tiempo que estaba preparando. Heidegger lo habría entonces mirado inquisitivamente y casi como si le estuviera reprendiendo le habría dicho: “si usted quiere leer a Platón usted aprenda griego; si usted quiere leer a Heidegger usted aprenda alemán”. Verdad o no, ficción o realidad, lo cierto es que la “supuesta” respuesta de Heidegger ante el “supuesto” requerimiento de Farías, hace mucho sentido y es concomitante con lo que se conoce de la filosofía de Heidegger. Uno podría parafrasear esto y decir: “si uno quiere comprender lo que es Religio uno aprende latín”. Y es que las lenguas definen mucho más que meros campos comunicacionales. La lengua es expresión del espíritu de un pueblo y en cuanto tal determina y estructura el campo significacional (la Weltanschauung) de la gente que la habla. Es, junto a la sangre y a la tierra, un tercer y determinante elemento a través del cual podemos reconocer a un pueblo. Las categorías de una lengua dotan de un determinado sentido al pueblo que la habla; de tal modo que no da lo mismo hablar una lengua que hablar otra. La palabra Religio es una palabra latina, surgida en el dominio de la romanidad; hace sentido únicamente a la gente que la habla y sólo por aproximación a la gente que aprende esa lengua en una segunda instancia. El sentido verdadero de la palabra le es vedado a quien ignora la lengua de la que proviene esta palabra. La palabra “religio” define al romano como la palabra “filosofía” define al griego. Los alemanes tienen una palabra que sólo ellos entienden: “Geist”. Nosotros traducimos esa palabra por “espíritu”. Pero de “Geist” a “espíritu” hay, en verdad, un abismo semántico inmenso. Si uno piensa que traduciendo “Geist” por “espíritu”, en todos los casos, ha logrado en algo agenciarse parte de lo que se quiso realmente decir en alemán, tiene que ser en verdad alguien muy iluso. Pues la lengua está en el centro de la cosmovisión de un pueblo: vemos el mundo según la lengua que hablamos, ella estructura y dota de sentido nuestro horizonte de comprensión.
Cuando los romanos, que habían inventado la Religión, se toparon por primera vez con los cristianos, no vieron en ellos nada que semejase en algo a la religión. Los romanos, entonces, sabían mejor que nadie lo que era una religión, y jamás se les pasó por la cabeza inscribir en el registro de lo religioso a los cristianos. Cuando tuvieron por primera vez noticias de esta secta marginal hablaron inmediatamente –y casi de un modo intuitivo, pero apegados también a la tradición- de superstitio. En efecto, los primeros romanos que tuvieron conocimiento del cristianismo le calificaron como una superstitio, esto es, como una superstición, no como una religión. Y así fue por casi doscientos años. Hasta que Tertuliano, filósofo cristiano, en plena época de la decadencia de Roma, y en forma totalmente arbitraria, decidió usar para el fenómeno del cristianismo el apelativo de Religión. Pero eso no cambia en nada los hechos originales. Cuando los romanos se toparon por primera vez con los cristianos no reconocieron en ellos una Religio, sino una superstitio. Y ello, pese a toda la desnaturalización que se ha hecho del término “religión”, no deja de ser, aún hoy, una profunda y auténtica verdad. El cristianismo no es una religión, el cristianismo es una superstitio. Y no es una religión porque los dos aspectos fundamentales de toda religión posible están ausentes en el cristianismo: la sangre y el suelo. Para los romanos de los primeros siglos, por ejemplo, la idea de una religión universal habría sido inconcebible: una verdadera contradicción en los términos. Además una religión centrada en un conjunto de dogmas y creencias no habría estado muy ajena a la ridícula idea de una competencia deportiva centrada en composiciones literarias o ecuaciones algebraicas.
La palabra latina Religio, de la que deriva nuestra voz castellana Religión, en su significación lata y originaria, tiene muy poco que ver, o casi nada, con las ideas que nosotros asociamos hoy al término. Para ello, baste con estos dos ejemplos que pueden muy bien ilustrar este asunto. El primero está referido a la significación de la palabra Religio en el ámbito de la romanidad, esto es, a su étymos. El segundo, a la impresión que sobre el cristianismo tuvieron los primeros romanos que conocieron de este movimiento. Vayamos, pues, al primero de estos ejemplos.
a. Significación de la palabra Religio: Existen, al respecto, tres opiniones diversas sobre el étymos de la palabra Religio: la que une la voz Religio con el étymos religere, la que lo vincula con el étymos relegere; y la que lo asocia, finalmente, con el étymos religare. De estas tres, sólo las dos primeras nos merecen confianza y legitimidad, por estar asociadas al ámbito propiamente tal de la romanidad; la tercera, en cambio, nos merece muchas dudas, pues no sólo es tardía en el tiempo, sino que, además, parece ser una invención que se inicia con el cristianismo y que busca justificar la expresión Religio en la serie de ideas que se asociarán posteriormente a esta palabra. Ya hablaremos de esto al final de esta reflexión. Religere y relegere son, a nuestro entender, los étymos legítimos de la palabra Religio. Ya explicaremos, también, cómo creemos que pueda ser posible que una palabra tenga dos étymos distintos en su significación original. Religere significa propiamente tal escrúpulo. Hace referencia, por tanto, a una disposición interior “y no a una propiedad objetiva de ciertas cosas o un conjunto de creencia y prácticas” “En la época clásica –dice Maurice Sachot- la religio Romana designa ante todo una actitud, hecha de escrupuloso respeto hacia lo instituido… Por ello se convierte en lo que fortalece a las instituciones y garantiza su duración, por medio de ese vínculo, por ese apego del ciudadano a respetar las instituciones de la ciudad” Esta cuestión nos pone sobre la pista de algo que hasta ahora se ignora casi en su totalidad –salvo, por cierto, entre círculos de historiadores, filósofos o especialistas-: el vínculo entre la Religio y las instituciones de la ciudad, o aquello que propiamente tal hace de un romano, en el mundo antiguo, ser romano. La Religio, en su acepción etimológica, hace referencia a la idea de escrúpulo. Pero no de cualquier escrúpulo, sino, ante todo, del que cabe tener frente a lo que ha sido instituido en la ciudad, y, por tanto, engloba un sagrado respeto general hacia la urbe y todo lo que ella representa. Esta idea de Religio denota ya un carácter marcadamente local, no universal. Ello fue lo que llevó a Cicerón, el célebre filósofo romano, a decir sva cviqve civitati religio (cada ciudad tiene su propia religión). Tenemos así los tres aspectos esenciales que supone el concepto original de religio: el escrúpulo (en el sentido de recogerse, de guardarse, de retenerse ante algo que se considera sagrado), la ciudad, la urbe, Roma (como el objeto hacia el que se dirige el escrúpulo de lo religioso y transforma toda forma de religio romana en una actividad social dirigida hacia los asuntos públicos –los res-publicas-, legales y de Estado); y el carácter local o nacional que distingue a cada pueblo según su propia religio, esto es, según la propia relación de escrúpulo (de respeto, de amor, de cuidado) que prevalezca entre el individuo y las instituciones (tradiciones, cultos y costumbres) de su país. De estos tres sentidos originales de la palabra Religio el primero viene atestiguado, como ya lo hemos visto, por el étymos Religere; el segundo y el tercero se fundamentan en el étymos Relegere. Este segundo étymos de la palabra Religio nos es, todavía, más legitimo, toda vez que la palabra relegere es la que propiamente tal da lugar a la formación del sustantivo Religio –la voz latina Religere forma el sustantivo Relictio y la expresión Religare (famosa únicamente a causa del cristianismo) forma el sustantivo Religatio (que se aparta ostensiblemente de las dos primeras)-. Pues bien, la palabra latina relegere es un derivado del verbo legere, lego, que significa, entre otras cosas, leer, pero principalmente, su significación es la de recoger, reunir, recolectar. ¿Recolectar, recoger qué? Recoger espigas, uvas, frutos del campo y de las cosechas. He aquí que la expresión lego, en su sentido original, hacía referencia a una actividad del campo propiamente tal, a un “hacer” ligado a la tierra. En su sentido más primitivo, Religio deriva de lego, relego, relegere. Esta es la etimología que propone, al menos, Cicerón. Pero en Cicerón relegere significa también tratar un asunto con diligencia, con escrúpulo. De ahí que el sentido de lo escrupuloso quede también integrado en este étymos del relegere. Pero en su acepción más fuerte relegere está vinculado a los otros dos sentidos originales de la palabra Religio: el que dice relación con las instituciones de la ciudad y el que se vincula al carácter local de esas instituciones. Las instituciones de la ciudad no son otra cosa que todo aquello que se ha instituido a lo largo del tiempo; por lo que, cuando hablamos de esas instituciones estamos haciendo referencia a aquello que ha permanecido, que ha logrado cristalizar en costumbres y tradiciones; y que, por lo mismo, también, constituyen hoy el fundamento de lo que son nuestras leyes, nuestra cultura, nuestro patrimonio patrio. Las instituciones de la ciudad, tratándose de Roma, son sus costumbres, sus tradiciones, su derecho romano, sus dioses, su Re-pública. Ese es el sentido fuerte de la expresión Religio Romana; y es ese sentido el que nos viene dado por el propio testimonio de un filósofo romano, Marco Tulio Cicerón. La idea de que la palabra Religión deriva de la palabra Religare –cuyo sustantivo legítimo forma la palabra Religatio y no Religio- se la debemos a un filósofo cristiano del siglo IV (o sea, por lo menos, 350 años después de Cicerón y en una época en la que ya, prácticamente, Roma no existe) de nombre Lactancio. Esta etimología fue muy probablemente propuesta con el ánimo de justificar algo, que en tiempos de Cicerón, habría parecido un notable contrasentido: esto es, el hecho tan común en nuestros días de concebir al cristianismo como una religión. Por esa razón nos parece de poco valor revisar una etimología tan evidentemente arbitraria, que fuerza el sentido original de un término para hacerlo coincidir con un conjunto de creencias y prácticas originadas en otros suelos lingüísticos, en otras concepciones del mundo y de la vida.
La religio romana hace referencia, en su sentido más primitivo, a una actividad que se realiza, propiamente tal, en el campo. Religio es relegere, palabra latina que deriva de legere, de lego. Lego es recolectar, recoger las espigas, los frutos del campo, de la tierra. El campo romano es el fundamento de lo que después será la ciudad de Roma. Es en el campo donde los romanos forman su carácter, sus costumbres, sus tradiciones, y las instituciones que algún día harán grande a la urbe de Roma, a la ciudad. Es en relación con esa tierra que cultivan en los campos de Roma, que se irá forjando el sentido de la Religio Romana, las instituciones a las que posteriormente el romano deberá sagrado y escrupuloso respeto. Pero este escrúpulo, este respeto por lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma que brotan de su tierra se completa, únicamente, en el vínculo que une todo esto a la sangre romana, a la sangre de los padres fundadores de Roma, a aquellos que fundamentarán el posterior patriciado. La Religio surge cuando hay un vínculo entre la sangre y la tierra, entre la sangre y el suelo: pues el suelo patrio es el fundamento último que vuelve posible la existencia de un pueblo unido por la sangre. No hay pueblo, no hay comunidad de sangre, sin tierra, sin un suelo que habitar y la religio es el vínculo que hace patente ese matrimonio entre la sangre y el suelo.
Cuando Cicerón definía la Religio como el sagrado respeto a lo que son las tradiciones y las costumbres de Roma, la escrupulosa diligencia a conservar las instituciones y la estructura del Estado, etc., lo que estaba en juego allí era la conservación de Roma, de su sangre y de su suelo. Esto merece más de una explicación. Sabido es que en la antigua Roma existían dos clases sociales muy bien diferenciadas: los patricios y los plebeyos. Y digo “sabido es” como de un modo de expresarse, simplemente, porque si se cree que se trataba de dos clases sociales (idea inculcada por el marxismo y enseñada hasta el presente como si se tratara de la verdad) se comete un error de apreciación grave y una falta de rigurosidad significativa. Clases sociales, propiamente tal, es lo que se verá aparecer en el mundo moderno con el advenimiento del capitalismo y las formas modernas de producción económica. Entre Patricios y Plebeyos las diferencias no son de carácter social (de hecho, sorprendería saber de la cantidad de plebeyos que en la Roma antigua poseían mayores riquezas que los mismos Patricios). Lo que diferencia a los Patricios de los Plebeyos viene determinado por la sangre (razón por la que incluso hasta poco después de la redacción de las doce Tablas todavía seguía prohibiéndose el establecimiento de matrimonios cruzados entre Patricios y Plebeyos). Los Patricios eran quienes portaban la sangre de los Padres fundadores de Roma, sus descendientes legítimos. Es en ese vínculo natural (no artificial) que basaban su pertenencia a un grupo humano y sus derechos sobre esa tierra que era Roma. Los Plebeyos, en cambio, eran los extranjeros. La lucha, por tanto, entre Patricios y Plebeyos, no es una lucha social entre quienes tienen privilegios económicos y quienes no (como intentó hacérnoslo creer Marx); sino, más bien, una lucha entre quienes son muy consciente de la sangre que portan (los Patricios) -y su legítimo derecho a querer conservarla- y quienes no poseen la calidad de ciudadanos precisamente porque no portan esa sangre y no son descendientes de los padres fundadores de la ciudad. La Religio romana data de esta época de los orígenes de Roma, en los que la sangre y el suelo fundamentan el ser romano, más allá de cualquier considerando artificial. Las mores romanas, las costumbres y las tradiciones de la ciudad que luego invocará Cicerón, al hablar de Religio, no son otras que las que cristalizaron en este época de los comienzos de Roma, época en la que se fundamenta su grandeza y que comenzará a debilitarse y desvirtuarse desde los tiempos de la igualdad de los derechos civiles entre Patricios y Plebeyos (siglo IV a.E.C.).
Sangre y suelo fundamentan toda forma de religión no sólo en el sentido de una cosmovisión, sino, esencialmente, en la impronta de un ser-en-el-mundo. La Religio es únicamente posible en la medida en que tiene como presupuesto la sangre y el suelo. Fuera de esta relación, fuera de este vínculo, no tiene sentido alguno hablar de religión.
b. La impresión que se llevaron los romanos de los primeros cristianos: “Religión” y “cristianismo” son dos conceptos tan estrechamente ligados en el mundo moderno, vinculados de un modo tan intransigente que a nadie medianamente sensato podría ocurrírsele disociarlos, en algún modo u otro, o plantear alguna duda respecto de su legítima relación. Y sin embargo, en los hechos y en la lógica –y por lo tanto, en el sentido común, en la cordura y en la sensatez- nada más antitético y contradictorio –incluso, nada más imposible- que vincular “cristianismo” con “Religión”. La expresión “religión cristiana” es, en los hechos, una contradictio in terminis (contradicción en los términos).
Para nosotros, hombres occidentales modernos, nacidos tras dos milenios de bastardización de occidente, asociar estas dos palabras nos resulta algo tan normal, tan obvio, tan elocuente y necesario, que la sola duda respecto de su logicidad y derecho nos hace fruncir el ceño y plantearnos más de una interrogante. Vivimos bajo la ciega convicción de que “cristianismo” y “religión” son lo mismo; y esta idea amparada en el yugo del más irreflexivo dictamen se perpetua únicamente porque entre los hombres nada hay mejor repartido que la pereza mental y la ignorancia sobre el fundamento de las cosas. La mayoría de la gente de hoy vive como si el mundo se hubiese creado hace cien años, como si no hubiera historia, ignorante y absolutamente ajeno a nociones tales como Tradición, Trascendencia. El vivir de hoy es tan transitorio y ordinario que nada provocaría más asombro a las gentes de este mundo que un auténtico sentido de la verdad religiosa y un original fundamento de las cosas.
Cuando los romanos, religiosos como eran, se toparon por primera vez con el cristianismo, vieron en él cualquier cosa, menos una religión. Esto es algo decisivo. Los romanos fueron los creadores de la “religión”, y, por lo tanto, quienes mejor preparados estaban en el mundo respecto de cuestiones religiosas. La idea de que hubo otras religiones en el mundo es falsa y sólo responde a la confusión que ha introducido en este orden de cosas el cristianismo. Sólo a alguien formado irreflexivamente en la mentalidad cristiana podría ocurrírsele hablar de religiosidad maya, china, egipcia, griega, judía, mesopotámica, por nombrar solo a algunas. Esto es una forma impropia de hablar, pues no se ajusta, en rigor, a los hechos. Sólo hubo una religión en el mundo antiguo, la religión romana. Y quizá, por analogía lógica, podría justificarse hablar de religión en otros casos, fuera del romano, como, por ejemplo, en el caso de los pueblos germanos. Pero no se puede aplicar a destajo el calificativo de religión a cualquier complejo de creencias y formas rituales (toda vez que la religión, en su sentido original y legítimo, no tiene nada que ver con creencias y sólo subsidiaria y secundariamente tiene alguna relación con las formas rituales). La verdadera religión es la Religio Romana. Ella presta e impone por derecho propio su modelo a las otras. Ese derecho propio le viene de la palabra. La palabra Religio es una palabra romana, latina. Ello define todo un campo significacional únicamente accesible a quienes han formado su inteligencia y espíritu en la lengua latina; y acaso concebible siquiera o intuida en alguna de sus formas externas, para quienes han adoptado la lengua latina como su segunda lengua.
Esto último me trae a la memoria una anécdota; una de esas que se contaban, en mis años de universidad, al modo de leyendas urbanos, mitos construidos en torno a grandes filósofos que se transmitían de profesores a estudiantes, y de estudiantes a otros estudiantes sin la voluntad de certificar mucho la fuente, de cerciorarse en algo sobre la legitimidad de la información. Recuerdo en mis primeros años de universidad se discutía mucho en torno a un pequeño libro polémico que versaba sobre la relación entre Martin Heidegger y el Nazismo. El autor era un académico chileno de la universidad libre de Berlín, el Señor Víctor Farías. En esos días recuerdo que alguien hizo circular una curiosísima anécdota sobre la relación que hubo entre Farías y Heidegger en los años que el primero habría sido alumno del segundo. La anécdota versa más o menos así: siendo Farías alumno de Heidegger se dirigió un día a él con el borrador de una traducción al castellano de Ser y Tiempo que estaba preparando. Heidegger lo habría entonces mirado inquisitivamente y casi como si le estuviera reprendiendo le habría dicho: “si usted quiere leer a Platón usted aprenda griego; si usted quiere leer a Heidegger usted aprenda alemán”. Verdad o no, ficción o realidad, lo cierto es que la “supuesta” respuesta de Heidegger ante el “supuesto” requerimiento de Farías, hace mucho sentido y es concomitante con lo que se conoce de la filosofía de Heidegger. Uno podría parafrasear esto y decir: “si uno quiere comprender lo que es Religio uno aprende latín”. Y es que las lenguas definen mucho más que meros campos comunicacionales. La lengua es expresión del espíritu de un pueblo y en cuanto tal determina y estructura el campo significacional (la Weltanschauung) de la gente que la habla. Es, junto a la sangre y a la tierra, un tercer y determinante elemento a través del cual podemos reconocer a un pueblo. Las categorías de una lengua dotan de un determinado sentido al pueblo que la habla; de tal modo que no da lo mismo hablar una lengua que hablar otra. La palabra Religio es una palabra latina, surgida en el dominio de la romanidad; hace sentido únicamente a la gente que la habla y sólo por aproximación a la gente que aprende esa lengua en una segunda instancia. El sentido verdadero de la palabra le es vedado a quien ignora la lengua de la que proviene esta palabra. La palabra “religio” define al romano como la palabra “filosofía” define al griego. Los alemanes tienen una palabra que sólo ellos entienden: “Geist”. Nosotros traducimos esa palabra por “espíritu”. Pero de “Geist” a “espíritu” hay, en verdad, un abismo semántico inmenso. Si uno piensa que traduciendo “Geist” por “espíritu”, en todos los casos, ha logrado en algo agenciarse parte de lo que se quiso realmente decir en alemán, tiene que ser en verdad alguien muy iluso. Pues la lengua está en el centro de la cosmovisión de un pueblo: vemos el mundo según la lengua que hablamos, ella estructura y dota de sentido nuestro horizonte de comprensión.
Cuando los romanos, que habían inventado la Religión, se toparon por primera vez con los cristianos, no vieron en ellos nada que semejase en algo a la religión. Los romanos, entonces, sabían mejor que nadie lo que era una religión, y jamás se les pasó por la cabeza inscribir en el registro de lo religioso a los cristianos. Cuando tuvieron por primera vez noticias de esta secta marginal hablaron inmediatamente –y casi de un modo intuitivo, pero apegados también a la tradición- de superstitio. En efecto, los primeros romanos que tuvieron conocimiento del cristianismo le calificaron como una superstitio, esto es, como una superstición, no como una religión. Y así fue por casi doscientos años. Hasta que Tertuliano, filósofo cristiano, en plena época de la decadencia de Roma, y en forma totalmente arbitraria, decidió usar para el fenómeno del cristianismo el apelativo de Religión. Pero eso no cambia en nada los hechos originales. Cuando los romanos se toparon por primera vez con los cristianos no reconocieron en ellos una Religio, sino una superstitio. Y ello, pese a toda la desnaturalización que se ha hecho del término “religión”, no deja de ser, aún hoy, una profunda y auténtica verdad. El cristianismo no es una religión, el cristianismo es una superstitio. Y no es una religión porque los dos aspectos fundamentales de toda religión posible están ausentes en el cristianismo: la sangre y el suelo. Para los romanos de los primeros siglos, por ejemplo, la idea de una religión universal habría sido inconcebible: una verdadera contradicción en los términos. Además una religión centrada en un conjunto de dogmas y creencias no habría estado muy ajena a la ridícula idea de una competencia deportiva centrada en composiciones literarias o ecuaciones algebraicas.
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